segunda-feira, 7 de janeiro de 2019

Casandra IX






Casandra

Por inspiración especial

El viento había cambiado y ahora soplaba en dirección contraria y con más fuerza, cosa que aprovecharon los barcos para zarpar. Desde el torreón se oyó el sonido del cuerno a manera de saludo a las embarcaciones, y un segundo saludo se dejó escuchar desde el mar. Una vez que cogieron mejor viento, las naves surcaban el agua rápidas como flechas y los remeros no tenían necesidad de esforzarse en absoluto. Bien armados y equipados, y provistos, además, de abundante alimento: así partieron los hombres. Festivo ondeaba en el viento el gallardete de la flota.

La playa estaba vigilada, armados los hombres, aseguradas las puertas; intenso era el brillo que despedían las armas a la luz del sol. Preparada para una fiesta, eso parecía estar Troya.

Hinchose el mar y los vientos llevaron los barcos hacia Grecia por la vía más corta. El agua golpeaba contra las tablas de las embarcaciones y las velas eran constantemente salpicadas por las olas. La tormenta dispersó la flota, pero las naves acabaron juntándose de nuevo. Los hombres sintieron como si navegaran unidos como nunca antes. A la cabeza del velero más rápido brillaba a ratos una luz blanca y espectral en forma de ave en vuelo rodeada de un círculo resplandeciente. Esta forma aparecía siempre en momentos de peligro, de modo que los guerreros no abrigaban temor, toda vez que se sabían bajo la protección del Eterno.

Era tal la atmósfera creada por las olas, la niebla y la espuma del mar que uno apenas veía un palmo por delante de su nariz. A ratos, entre el bramar de los elementos se escuchaba un sonido como el del tono quejumbroso de un cuerno. Las embarcaciones navegaban en dirección a este sonido. Pero tan cerca no querían aventurarse, no fuera que les cortaran la retirada.

Llegando el amanecer, el mar, de repente, se tornó calmo, y al cabo de unas horas se despejó el panorama. Fue entonces que a lo lejos vieron diez bajeles griegos dispersos que trataban de juntarse de nuevo. En el más rápido de ellos se veía la imagen de un dragón. Debía de tratarse de embarcaciones inmensas, muy superiores en tamaño a las de los troyanos.

De ahí que los hombres no se atrevieran a entablar combate en mar abierto y decidieran emprender el regreso. El viento estaba flojo, de suerte que con sus embarcaciones, más ligeras que las de los griegos, avanzarían más rápido que éstos. Así, la distancia entre ambas flotas fue aumentando con rapidez, y una vez más tuvieron la impresión de que los dioses les eran propicios.

Casandra conocía la situación. La joven había subido a la atalaya que ofrecía la visión más panorámica del mar abierto y desde allí reconoció el lugar en que los suyos habrían de esperar a los griegos. Armada de este saber fue a ver a Príamo, quien de inmediato dispuso que, bajo el mando de Héctor, partiera una flota a socorrer a los troyanos.

En el país reinaba una calma expectante, y era como si el mar berreara en voz baja. Llegando el mediodía, el cielo se oscureció y el aire bramaba; negruzcas rompían las olas en la playa de Troya. Casandra sentía en su interior una atenazante desazón y estaba lista para recibir nuevos mensajes. Fue entonces que a las costas arribó un pequeño velero portando noticias de los barcos.

Casandra había tenido razón. Sin atinar a decir palabra, los hermanos le dirigieron miradas de admiración, y Polidoro en particular le estrechó firmemente la mano. Príamo, por su parte, dio gracias para sus adentros a los dioses.

Casandra quedó felizmente conmovida ante el cambio de los suyos, y de hecho, tenía más buenas noticias que darles. Los griegos habían sido dispersados y los barcos troyanos consiguieron hundir fácilmente un bajel enemigo. Arrojándole aros de fuego, lanzas y venablos, no tardaron en batir la nave, hundiéndola con todo lo que llevaba.

Esta noticia también fue llevada enseguida por un mensajero a Troya, y la ciudad se llenó del júbilo propio de la victoria. Ya todos se hacían idea de que sería cosa fácil el obligar a los griegos a retirarse. La gente se puso a hacer grandes ofrendas de gratitud y a encender fogatas; las mujeres tejían coronas de flores y con estas adornaban los altares y las imágenes de los dioses. Sacrificose animales, los cuales fueron entregados a los sacerdotes. En Troya resonaba un júbilo total; la gente era presa de un éxtasis de gozo.

En la plaza más grande, allí donde tenían sus puestos los vendedores y por donde pasaban las mujeres que se dirigían al templo a poner ofrendas y orar, allí donde se encontraba el gran pabellón de los ancianos y se apostaban, en las gradas del templo, los curiosos, la multitud formó un cuello de botella, acabando por detenerse por completo. Habían avistado a Casandra de pie en la atalaya, y, alborozados, aclamaban con gritos y expresiones de júbilo a la anunciadora de tantas alegrías; la llamaban su protectora, la favorita de los dioses.

Mas ello no fue motivo de alegría para Casandra.

«Así como hoy me vitorean, del mismo modo me apedrearán mañana», le dijo al guarda del torreón, que estaba de pie a junto a ella. Aquel se quedó mirándola pasmado.

«Te lo puedo demostrar», le dijo ella al ver su incredulidad. «No tengo más que bajar y decirles que su júbilo es prematuro y absurdo, y que sería mejor que se guardaran sus esperanzas para sí mismos y que cada cual se concentrara en cumplir el deber que le toca, y que no se pusieran a sacrificar por cientos y cientos esos animales que van a necesitar más adelante para poder llevarse algo a la boca, y que no arrojen al fuego el pan y el grano, que tan valiosos son. Créeme que los dioses se regocijan mucho más por un sincero sentimiento de gratitud que establezca conexión con ellos que por esas orgías de gozo que no dimanan sino de los bajos instintos y no hacen más que despilfarrar en desatinado proceder los bienes que Dios nos da».

Y la joven fue a donde Príamo para pedirle que prohibiera ese descabellado obrar. Hécuba se le quedó mirando con burla y, cual serpiente que escupe veneno, le dijo:

«¡Qué!; ¿quieres privarlos de la poca alegría que les queda, después de que todo el tiempo nos has estado sumiendo en la preocupación y el pesar con tus calamitosas visiones? Tu presunción ya te tiene delirando».

Príamo, en cambio, salió muy callado y en la soledad sopesó las sabias palabras de su hija.–

En la noche tocaron a la puerta, y Casandra, en un instante, se levantó del lecho de un salto y en un momento ya estaba vestida frente al mensajero del atalayero.

«Dice Diodoros que ya es hora», fueron las palabras del hombre para la joven y, armado de un faro, marchó delante de esta, iluminándole el camino.

En los pasillos resonaban las pisadas de los dos madrugadores, hasta que llegaron a una empinada escalera que conducía a la azotea. Una vez en esta, se sirvieron de una puerta que daba acceso a la torre y emprendieron la subida de los muchos escalones, pasando por al lado de troneras, de recámaras bien pertrechadas de proyectiles y flechas, y de baúles llenos de faroles de brea y recipientes de aceite. Todo el trayecto hasta la habitación del atalayador Casandra lo recorrió a paso ligero; la joven ya no conocía el cansancio.

Su mirada aguzada se puso a escudriñar el mar. Todo se veía tranquilo aún, pero bien lejos en dirección nordeste, la niebla adquiría el color de un rojo brillante. Eso no podía ser el sol (?).

Pronto la joven tuvo la impresión de estar sintiendo un olor a quemado; un ligero templor producto de la excitación recorrió su cuerpo y el frío viento de la madrugada la hizo tiritar.

¿No era acaso ese el sonido de un cuerno foráneo en la distancia? Los músculos tensos, Casandra permaneció a la escucha por largo tiempo. Ahora el viento, proveniente del este, comenzó a soplar con más fuerza. En eso Casandra tuvo la impresión de estar a bordo de un enorme bajel que tenía poderosas velas rojas, izadas todas ellas. Los mástiles eran de un marrón oscuro, como también lo era el casco de la embarcación. Fuertes sogas sostenían las velas y en la proa del barco se podía ver la imagen de un dragón. En el lugar un tanto elevado del capitán se erguía frente a ella la grande y heroica figura de un hombre de ojos radiantes. El hombre era sumamente bello; parecía una réplica terrenal del dios Ares. Todo él estaba rodeado de un aura radiante de heroico coraje y fuerza inusual. Sus ojos de un castaño dorado despedían el flagrante brillo del deseo de aventura, mientras que su yelmo resplandecía a causa del reflejo de un fuego que ardía en la cercanía. Siguiendo un acompasado ritmo, los remos se hundían en el agua, donde crujían y se doblaban bajo la fuerza de las olas. Un viento estridente azotaba, implacable, los mástiles de la nave, la cual temblaba ante el embate de las aguas cuya resistencia trataba de vencer.

De repente, el capitán divisó a Casandra:

«¿Quién eres, bella doncella?; ¿acaso una nereida?», se dejó oír de la boca sonriente del hombre. «Seguramente, me traes buenos presagios. Vienes a darme la noticia de que la victoria está cerca».

Quien así hablaba era Odiseo, el rey de Ítaca, quien le había prometido ayuda a Menelao contra el ladrón de Paris. Casandra lo había visto, había escuchado su voz y reconocido su ser interior. Ahora sabía que se trataba del más astuto de todos los enemigos y le temía a su fuerza.

Su espíritu se había adelantado a los acontecimientos, y en la proximidad del enemigo, incluso visible a éste a ratos, había presenciado el combate de Odiseo contra la flota troyana. De una de las embarcaciones troyanas salía fuego, mientras que una de las griegas había zozobrado. Las naves troyanas habían emprendido la retirada, y a lo lejos se veían los auxiliadores de Odiseo.

De regreso de su visión, la joven se encontró en la atalaya. Su mantilla agitada por el viento y su cuerpo completamente inclinado hacia adelante, Casandra escudriñaba el mar sin cesar. Un humo negro se veía a lo lejos sobre el vasto ponto, que comenzaba a reflejar los primeros rayos de luz del sol naciente. En torno al humo vibraba en un rojizo resplandor el caliente hálito de las llamas. Los barcos incendiados, empero, no se veían. Sin embargo, había algo de lo que a Casandra no le quedaba duda: antes del anochecer, su gente iba a tener que salir a socorrer a las avanzadillas; de lo contrario, ya no habría nada que hacer. Presurosa, abandonó su puesto la joven.


En esos días el pueblo seguía con vivo interés lo que acontecía. Preguntas y conjeturas circulaban por la ciudad. Ahora, en torno a lo que más giraban las conversaciones de la gente eran las profecías de Casandra y los rumores que sobre estas iban de boca en boca, cosa que incomodaba muchísimo a los sacerdotes. El amor y la veneración que la gente le ofrecía a la joven como lo más natural del mundo no eran sino los efectos recíprocos del amor que ella tan abundantemente dispensaba. Mas ello era algo que los sacerdotes no sabían, y estos la acusaban en privado de hacer uso de la magia negra. Así, se convirtieron en sus enemigos.

Sin embargo, todo aquello en Troya que en ese tiempo se viró contra Casandra era retenido por los delicados hilos que constituían las transiciones a los planos espirituales. Las personas mismas o bien se excluían del flujo del acontecer, anquilosándose de ese modo, o se abrían al puro tejer del natural y legítimo operar del Amor, tomando con ello el camino a Dios.

De ahí que se produjera un encrespamiento en las regiones tenebrosas de lo etéreo, con los excitados espíritus de baja condición disparando sus oscuras flechas.–

Casandra había alertado al padre y lo había llamado a la lucha. Grande era el júbilo y regocijo de los héroes. Embargadas por el pesar, las mujeres preparaban la cena y se encargaban de los últimos detalles en lo relativo a las ropas y las armas que sus esposos habrían de llevar.

La blanca llama de las antorchas iluminaba la gran sala, en la cual se movían los sirvientes de un lado a otro, llevando en sus manos los relucientes trastos llenos de delicioso vino para la cena.

Transcurrido poco tiempo, empero, fueron aseguradas las puertas de la ciudad. Ya habían salido de ella las últimas tropas a fin de ocupar los puestos de vigilancia más distanciados de la urbe.

Las naves ya estaban equipadas, y tan solo aguardaban la señal para partir. El silencio se apoderó de Troya, y se dio la orden de apagar todas las luces. El enemigo debía encontrarse con la ciudad a oscuras, para que se sintiera inseguro.

En los templos los sacerdotes entonaban sus cánticos y le preguntaban al oráculo, mas no obtenían respuesta. Los dioses callaban, y Troya quedó embargada de un silencio sordo y desolado preñado de una angustiosa tensión. Casandra le había informado al padre del combate con Odiseo; más nadie sabía cómo estaba la situación.
             
Todo el mundo ya se había ido a dormir cuando un movimiento se produjo en la playa. Las embarcaciones partían en silencio y sin ninguna iluminación; iban a socorrer a los suyos. Escudriñando las aguas con la mirada y procediendo con cautela, se mantenían cerca unas de otras. En silencio surcaban las aguas hacia su destino, y los remos eran manejados evitando causar el menor ruido. Casandra asintió complacida.

Por lo pronto, ya no había mucho que hacer para ella, así que la joven trató de controlar su inquietud interior tocando su lira. Con gran arte entonó una canción, y las estrofas manaban de su boca con la misma facilidad con que los tonos salían de las cuerdas del instrumento en sus manos. Casandra había sido generosamente dotada con el arte del canto.

Antes de la luna nueva ya los barcos estaban de vuelta, y con ellos traían la noticia de que Odiseo los seguía con otras naves. Apenas arribaron a la playa de su patria, y ya oían el retumbar de los cuernos anunciándoles el combate. Héctor salió conjuntamente con otros tres héroes y sus sirvientes. Príamo, por su parte, se quedó a proteger el país.


(continúa)




Una traducción Del original en alemán


Kassandra


Verwehte Zeit erwacht - Band 1 - 1935


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