Casandra
Por inspiración especial
El
viento había cambiado y ahora soplaba en dirección contraria y con más fuerza,
cosa que aprovecharon los barcos para zarpar. Desde el torreón se oyó el sonido
del cuerno a manera de saludo a las embarcaciones, y un segundo saludo se dejó
escuchar desde el mar. Una vez que cogieron mejor viento, las naves surcaban el
agua rápidas como flechas y los remeros no tenían necesidad de esforzarse en
absoluto. Bien armados y equipados, y provistos, además, de abundante alimento:
así partieron los hombres. Festivo ondeaba en el viento el gallardete de la
flota.
La
playa estaba vigilada, armados los hombres, aseguradas las puertas; intenso era
el brillo que despedían las armas a la luz del sol. Preparada para una fiesta,
eso parecía estar Troya.
Hinchose
el mar y los vientos llevaron los barcos hacia Grecia por la vía más corta. El
agua golpeaba contra las tablas de las embarcaciones y las velas eran
constantemente salpicadas por las olas. La tormenta dispersó la flota, pero las
naves acabaron juntándose de nuevo. Los hombres sintieron como si navegaran
unidos como nunca antes. A la cabeza del velero más rápido brillaba a ratos una
luz blanca y espectral en forma de ave en vuelo rodeada de un círculo
resplandeciente. Esta forma aparecía siempre en momentos de peligro, de modo
que los guerreros no abrigaban temor, toda vez que se sabían bajo la protección
del Eterno.
Era
tal la atmósfera creada por las olas, la niebla y la espuma del mar que uno
apenas veía un palmo por delante de su nariz. A ratos, entre el bramar de los
elementos se escuchaba un sonido como el del tono quejumbroso de un cuerno. Las
embarcaciones navegaban en dirección a este sonido. Pero tan cerca no querían
aventurarse, no fuera que les cortaran la retirada.
Llegando
el amanecer, el mar, de repente, se tornó calmo, y al cabo de unas horas se
despejó el panorama. Fue entonces que a lo lejos vieron diez bajeles griegos
dispersos que trataban de juntarse de nuevo. En el más rápido de ellos se veía
la imagen de un dragón. Debía de tratarse de embarcaciones inmensas, muy
superiores en tamaño a las de los troyanos.
De
ahí que los hombres no se atrevieran a entablar combate en mar abierto y
decidieran emprender el regreso. El viento estaba flojo, de suerte que con sus
embarcaciones, más ligeras que las de los griegos, avanzarían más rápido que
éstos. Así, la distancia entre ambas flotas fue aumentando con rapidez, y una
vez más tuvieron la impresión de que los dioses les eran propicios.
Casandra
conocía la situación. La joven había subido a la atalaya que ofrecía la visión
más panorámica del mar abierto y desde allí reconoció el lugar en que los suyos
habrían de esperar a los griegos. Armada de este saber fue a ver a Príamo,
quien de inmediato dispuso que, bajo el mando de Héctor, partiera una flota a
socorrer a los troyanos.
En
el país reinaba una calma expectante, y era como si el mar berreara en voz
baja. Llegando el mediodía, el cielo se oscureció y el aire bramaba; negruzcas
rompían las olas en la playa de Troya. Casandra sentía en su interior una
atenazante desazón y estaba lista para recibir nuevos mensajes. Fue entonces
que a las costas arribó un pequeño velero portando noticias de los barcos.
Casandra
había tenido razón. Sin atinar a decir palabra, los hermanos le dirigieron
miradas de admiración, y Polidoro en particular le estrechó firmemente la mano.
Príamo, por su parte, dio gracias para sus adentros a los dioses.
Casandra
quedó felizmente conmovida ante el cambio de los suyos, y de hecho, tenía más
buenas noticias que darles. Los griegos habían sido dispersados y los barcos
troyanos consiguieron hundir fácilmente un bajel enemigo. Arrojándole aros de
fuego, lanzas y venablos, no tardaron en batir la nave, hundiéndola con todo lo
que llevaba.
Esta
noticia también fue llevada enseguida por un mensajero a Troya, y la ciudad se
llenó del júbilo propio de la victoria. Ya todos se hacían idea de que sería
cosa fácil el obligar a los griegos a retirarse. La gente se puso a hacer
grandes ofrendas de gratitud y a encender fogatas; las mujeres tejían coronas
de flores y con estas adornaban los altares y las imágenes de los dioses.
Sacrificose animales, los cuales fueron entregados a los sacerdotes. En Troya
resonaba un júbilo total; la gente era presa de un éxtasis de gozo.
En
la plaza más grande, allí donde tenían sus puestos los vendedores y por donde
pasaban las mujeres que se dirigían al templo a poner ofrendas y orar, allí
donde se encontraba el gran pabellón de los ancianos y se apostaban, en las
gradas del templo, los curiosos, la multitud formó un cuello de botella,
acabando por detenerse por completo. Habían avistado a Casandra de pie en la
atalaya, y, alborozados, aclamaban con gritos y expresiones de júbilo a la
anunciadora de tantas alegrías; la llamaban su protectora, la favorita de los
dioses.
Mas
ello no fue motivo de alegría para Casandra.
«Así
como hoy me vitorean, del mismo modo me apedrearán mañana», le dijo al guarda
del torreón, que estaba de pie a junto a ella. Aquel se quedó mirándola
pasmado.
«Te
lo puedo demostrar», le dijo ella al ver su incredulidad. «No tengo más que
bajar y decirles que su júbilo es prematuro y absurdo, y que sería mejor que se
guardaran sus esperanzas para sí mismos y que cada cual se concentrara en
cumplir el deber que le toca, y que no se pusieran a sacrificar por cientos y
cientos esos animales que van a necesitar más adelante para poder llevarse algo
a la boca, y que no arrojen al fuego el pan y el grano, que tan valiosos son.
Créeme que los dioses se regocijan mucho más por un sincero sentimiento de
gratitud que establezca conexión con ellos que por esas orgías de gozo que no
dimanan sino de los bajos instintos y no hacen más que despilfarrar en
desatinado proceder los bienes que Dios nos da».
Y
la joven fue a donde Príamo para pedirle que prohibiera ese descabellado obrar.
Hécuba se le quedó mirando con burla y, cual serpiente que escupe veneno, le
dijo:
«¡Qué!;
¿quieres privarlos de la poca alegría que les queda, después de que todo el
tiempo nos has estado sumiendo en la preocupación y el pesar con tus
calamitosas visiones? Tu presunción ya te tiene delirando».
Príamo,
en cambio, salió muy callado y en la soledad sopesó las sabias palabras de su
hija.–
En
la noche tocaron a la puerta, y Casandra, en un instante, se levantó del lecho
de un salto y en un momento ya estaba vestida frente al mensajero del
atalayero.
«Dice
Diodoros que ya es hora», fueron las palabras del hombre para la joven y,
armado de un faro, marchó delante de esta, iluminándole el camino.
En
los pasillos resonaban las pisadas de los dos madrugadores, hasta que llegaron
a una empinada escalera que conducía a la azotea. Una vez en esta, se sirvieron
de una puerta que daba acceso a la torre y emprendieron la subida de los muchos
escalones, pasando por al lado de troneras, de recámaras bien pertrechadas de
proyectiles y flechas, y de baúles llenos de faroles de brea y recipientes de
aceite. Todo el trayecto hasta la habitación del atalayador Casandra lo
recorrió a paso ligero; la joven ya no conocía el cansancio.
Su
mirada aguzada se puso a escudriñar el mar. Todo se veía tranquilo aún, pero
bien lejos en dirección nordeste, la niebla adquiría el color de un rojo
brillante. Eso no podía ser el sol (?).
Pronto
la joven tuvo la impresión de estar sintiendo un olor a quemado; un ligero
templor producto de la excitación recorrió su cuerpo y el frío viento de la
madrugada la hizo tiritar.
¿No
era acaso ese el sonido de un cuerno foráneo en la distancia? Los músculos
tensos, Casandra permaneció a la escucha por largo tiempo. Ahora el viento,
proveniente del este, comenzó a soplar con más fuerza. En eso Casandra tuvo la
impresión de estar a bordo de un enorme bajel que tenía poderosas velas rojas,
izadas todas ellas. Los mástiles eran de un marrón oscuro, como también lo era
el casco de la embarcación. Fuertes sogas sostenían las velas y en la proa del
barco se podía ver la imagen de un dragón. En el lugar un tanto elevado del
capitán se erguía frente a ella la grande y heroica figura de un hombre de ojos
radiantes. El hombre era sumamente bello; parecía una réplica terrenal del dios
Ares. Todo él estaba rodeado de un aura radiante de heroico coraje y fuerza
inusual. Sus ojos de un castaño dorado despedían el flagrante brillo del deseo
de aventura, mientras que su yelmo resplandecía a causa del reflejo de un fuego
que ardía en la cercanía. Siguiendo un acompasado ritmo, los remos se hundían
en el agua, donde crujían y se doblaban bajo la fuerza de las olas. Un viento
estridente azotaba, implacable, los mástiles de la nave, la cual temblaba ante
el embate de las aguas cuya resistencia trataba de vencer.
De
repente, el capitán divisó a Casandra:
«¿Quién
eres, bella doncella?; ¿acaso una nereida?», se dejó oír de la boca sonriente
del hombre. «Seguramente, me traes buenos presagios. Vienes a darme la noticia
de que la victoria está cerca».
Quien
así hablaba era Odiseo, el rey de Ítaca, quien le había prometido ayuda a
Menelao contra el ladrón de Paris. Casandra lo había visto, había escuchado su
voz y reconocido su ser interior. Ahora sabía que se trataba del más astuto de
todos los enemigos y le temía a su fuerza.
Su
espíritu se había adelantado a los acontecimientos, y en la proximidad del
enemigo, incluso visible a éste a ratos, había presenciado el combate de Odiseo
contra la flota troyana. De una de las embarcaciones troyanas salía fuego,
mientras que una de las griegas había zozobrado. Las naves troyanas habían
emprendido la retirada, y a lo lejos se veían los auxiliadores de Odiseo.
De
regreso de su visión, la joven se encontró en la atalaya. Su mantilla agitada
por el viento y su cuerpo completamente inclinado hacia adelante, Casandra
escudriñaba el mar sin cesar. Un humo negro se veía a lo lejos sobre el vasto
ponto, que comenzaba a reflejar los primeros rayos de luz del sol naciente. En
torno al humo vibraba en un rojizo resplandor el caliente hálito de las llamas.
Los barcos incendiados, empero, no se veían. Sin embargo, había algo de lo que
a Casandra no le quedaba duda: antes del anochecer, su gente iba a tener que
salir a socorrer a las avanzadillas; de lo contrario, ya no habría nada que
hacer. Presurosa, abandonó su puesto la joven.
En
esos días el pueblo seguía con vivo interés lo que acontecía. Preguntas y
conjeturas circulaban por la ciudad. Ahora, en torno a lo que más giraban las
conversaciones de la gente eran las profecías de Casandra y los rumores que
sobre estas iban de boca en boca, cosa que incomodaba muchísimo a los
sacerdotes. El amor y la veneración que la gente le ofrecía a la joven como lo
más natural del mundo no eran sino los efectos recíprocos del amor que ella tan
abundantemente dispensaba. Mas ello era algo que los sacerdotes no sabían, y
estos la acusaban en privado de hacer uso de la magia negra. Así, se
convirtieron en sus enemigos.
Sin
embargo, todo aquello en Troya que en ese tiempo se viró contra Casandra era
retenido por los delicados hilos que constituían las transiciones a los planos
espirituales. Las personas mismas o bien se excluían del flujo del acontecer,
anquilosándose de ese modo, o se abrían al puro tejer del natural y legítimo
operar del Amor, tomando con ello el camino a Dios.
De
ahí que se produjera un encrespamiento en las regiones tenebrosas de lo etéreo,
con los excitados espíritus de baja condición disparando sus oscuras flechas.–
Casandra
había alertado al padre y lo había llamado a la lucha. Grande era el júbilo y
regocijo de los héroes. Embargadas por el pesar, las mujeres preparaban la cena
y se encargaban de los últimos detalles en lo relativo a las ropas y las armas
que sus esposos habrían de llevar.
La
blanca llama de las antorchas iluminaba la gran sala, en la cual se movían los
sirvientes de un lado a otro, llevando en sus manos los relucientes trastos
llenos de delicioso vino para la cena.
Transcurrido
poco tiempo, empero, fueron aseguradas las puertas de la ciudad. Ya habían
salido de ella las últimas tropas a fin de ocupar los puestos de vigilancia más
distanciados de la urbe.
Las
naves ya estaban equipadas, y tan solo aguardaban la señal para partir. El
silencio se apoderó de Troya, y se dio la orden de apagar todas las luces. El
enemigo debía encontrarse con la ciudad a oscuras, para que se sintiera
inseguro.
En
los templos los sacerdotes entonaban sus cánticos y le preguntaban al oráculo,
mas no obtenían respuesta. Los dioses callaban, y Troya quedó embargada de un
silencio sordo y desolado preñado de una angustiosa tensión. Casandra le había
informado al padre del combate con Odiseo; más nadie sabía cómo estaba la
situación.
Todo
el mundo ya se había ido a dormir cuando un movimiento se produjo en la playa.
Las embarcaciones partían en silencio y sin ninguna iluminación; iban a
socorrer a los suyos. Escudriñando las aguas con la mirada y procediendo con
cautela, se mantenían cerca unas de otras. En silencio surcaban las aguas hacia
su destino, y los remos eran manejados evitando causar el menor ruido. Casandra
asintió complacida.
Por
lo pronto, ya no había mucho que hacer para ella, así que la joven trató de
controlar su inquietud interior tocando su lira. Con gran arte entonó una
canción, y las estrofas manaban de su boca con la misma facilidad con que los
tonos salían de las cuerdas del instrumento en sus manos. Casandra había sido
generosamente dotada con el arte del canto.
Antes de la luna nueva ya los barcos estaban de
vuelta, y con ellos traían la noticia de que Odiseo los seguía con otras naves.
Apenas arribaron a la playa de su patria, y ya oían el retumbar de los cuernos
anunciándoles el combate. Héctor salió conjuntamente con otros tres héroes y
sus sirvientes. Príamo, por su parte, se quedó a proteger el país.
(continúa)
Una traducción Del original en alemán
Kassandra
Verwehte Zeit erwacht - Band 1 - 1935
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