Casandra
Por inspiración especial
Fue
así como comenzó el trágico destino de Troya. Una detrás de otra se sucedían
las batallas, se sucedían los combates a fuego y espada y con el empleo de
terribles proyectiles. Bravos como leones combatieron los troyanos, llenos de
noble coraje, mas los griegos eran contendientes de noble hidalguía.
En
los primeros años fue un noble medir de fuerzas, una guerra animada de espíritu
e ingenio. Mucha fue la sangre que hubo de correr; muchas también las madres
que lloraron a sus hijos y las mujeres que lloraron a sus maridos. Muchas
fueron las embarcaciones que se perdieron, y la gravedad de los tiempos comenzó
a roer en las almas de los hombres.
Poco
a poco fue creciendo la exasperación, fue aumentando el odio. Las erinias
recorrían el país atizando la ira con sus antorchas y látigos, y las tinieblas
siseaban y bullían por toda la Tierra, azuzadas por las diosas de la venganza.
Una y otra vez rechazaban los troyanos las embestidas de los bajeles griegos;
tanto más numerosos y furibundos, empero, se volvieron estos ataques.
Muchos
fueron los héroes gravemente heridos que hubieron de ser llevados intramuros.
Casandra asumió su cuidado con la ayuda de sabios galenos y diligentes mujeres.
Sanador era el efecto de sus palabras; sanador también resultaba el contacto de
sus manos; todo aquel al que ella veía se sentía lleno de nuevas energías. Su
campo de acción se fue haciendo cada vez mayor, y mayor también se hizo el
círculo de su influencia espiritual. Los mejores y más puros querían prestarle
su ayuda y servirle de ese modo, felices de poder estar en su cercanía. Grande
era la paz que emanaba la joven.
Las
palabras de Hécuba ya no le llegaban.– Casandra seguía su propio camino, un
derrotero determinado por excelsas leyes.
Sobre
las aguas del vasto ponto se oía el intenso fragor de la batalla: los gritos y
bramidos se entremezclaban con el resonar de los cuernos y el estridente
silbido de los proyectiles. Hachas golpeaban, amenazantes, las tablas de las
naves y el vapor del mar hirviente se mezclaba con el martirizante y asfixiante
humo negro de vigas carbonizadas. Hechas jirones, flotaban en el agua, ardiendo
cual antorchas, velas impregnadas de aceite caliente. Luces espeluznantes
iluminaban terribles escenas de horror. El denso humo negro que dimanaba de las
naves en llamas se extendía por varias millas a la redonda, impidiéndole al
espectador cualquier visión del panorama.
Grande
era la preocupación en Troya por lo que pudiese estar ocurriendo allá en el
mar. Los griegos habían recibido numerosos refuerzos: eso, por lo menos, sabía
la gente. Pero ya el combate se había extendido por días sin que llegaran
noticias a tierra. La población estaba sumamente inquieta.
Poco
a poco la gente había abandonado la esperanza de que el enemigo acabaría
emprendiendo la retirada, y la cercanía de la flota de los aqueos causaba gran
pesar en los ánimos de todos. Horrorizada, la gente veía que, pese a todas las
bajas sufridas, el enemigo no hacía sino fortalecerse cada vez más.
Constantemente les llegaban nuevos refuerzos, gracias al acaudalado Agamenón,
quien había asumido la dirección de la campaña bélica.
En
momentos en que nadie la observaba, Casandra se frotaba las manos
nerviosamente. Ya no debía intervenir con su saber; así se lo ordenaba el
Espíritu de la Luz. Muda y triste andaba la joven de un lado a otro, presa del
desasosiego y la preocupación por los suyos, por la ciudad, por su gente.
¿Quién iba a vigilar, quién iba a prevenirlos? Al fin y al cabo, todos estaban
ciegos y sordos, poseídos por su egoísmo y sus pasiones. El miedo despertaba en
los hombres sus malos instintos. Así, se habían excluido a sí mismos de la
conexión con las ayudas puras, y las tinieblas no cejaban en su empeño,
generando todo el tiempo nuevas formas espantosas, tanto sobre Troya como sobre
Grecia.
Enojadísima
erguíase Palas Atenea en toda su estatura sobre ambas tierras. La diosa
sostenía a manera de escudo ante su rostro radiante la terrible cabeza viperina
de Medusa, y esta le mostraba a los hombres su risa sardónica y desprovista de
toda piedad. La crueldad y la voluptuosidad alcanzaron proporciones que iban
mucho más allá de lo que el hombre de hoy se pueda imaginar. Las que más
degeneraron fueron las mujeres. Las bárbaras vivencias de la guerra y la
separación de los maridos crearon en las ciudades helenas un espantoso estado
de cosas. Las mujeres caían cada vez más bajo. El culto a los dioses devino en
idolatría y los semidioses fueron exaltados al nivel de santos patronos de
orgiásticos festivales. Grecia en especial se había convertido en una total
abominación.
A
Casandra el amor del Padre Eterno le puso un velo alrededor de su
clarividencia, no fuera la joven a perecer prematuramente por el dolor causado
por la perdición de la raza humana. Pero tan pronto como ella calló y,
súbitamente, dejó de intervenir en el obrar de los hombres, igual de pronto
perdieron estos lo que ella les había dispensado. ¡Qué rapido olvidaban lo que
la joven les había enseñado!; ¡qué rápido se esfumaban el respeto y el amor que
hasta hacía no mucho habían tenido para con ella! Casandra, que toda una vida
había estado sola, ahora era despreciada también. Y en noches llenas de dolor,
cuando yacía en la oscuridad y anhelaba la luz de su patria, del corazón se le
escapaba un ruego:
«¡Oh,
Eterno y Omnímodo, qué te hecho para que me castigues así! ¡Aparta de mí esta
amarga copa; pero que se haga Tu voluntad, y no la mía!».
En
eso se escuchó un intenso bramar que atravesaba muros y paredes; la casa
temblaba, y el cuarto se vio inundado de una luz en la que cobró forma una cruz.
Y entonces se oyó una voz:
«¡Escucha,
María, YO SOY quien te ha llamado!; ¡aguanta! Tuyo es el Reino y el Amor;
portadora de este eres. Yo soy uno con el Padre y tú eres parte de Mí. ¡Toma tu
Cruz y sígueme!».
En
la luz había cobrado forma un rostro con la blanca pureza de un ángel, la
perfecta belleza de un dios y la gran severidad y bondad de un rey. El ojo de
este rostro estaba completamente permeado de la Luz de la Vida.
Ahora
Casandra sabía por qué se le había retirado el don de la clarividadencia: fue
por amor y en aras de su coronación.
En
sus manos cerradas la joven sostenía una piedrecita de un blanco reluciente;
seguramente, el Espíritu de Dios se la había traído. Desde ese momento llevó
siempre la piedra consigo en un lienzo que llevaba en su pecho.
Esta fue la preparación de Casandra para la
parte más difícil de su existencia terrenal.
(continúa)
Una traducción Del original en alemán
Kassandra
Verwehte Zeit erwacht - Band 1 - 1935
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