quarta-feira, 23 de janeiro de 2019

Casandra XI






Casandra

Por inspiración especial

Y como parte del Juicio de Dios descendieron años terribles sobre Troya.

En el mar se sufrió una fuerte derrota. Más de la mitad de los barcos habían sucumbido a las llamas y con ellos habían acabado en el fondo del mar también la mayor parte de los mejores hombres. Afortunadamente, Héctor, conjuntamente con su selecta tropa y muchos barcos, pudo arribar a las costas de la patria y salvar el pellejo. Adustos y malhumorados, cansados de tanto pelear, sucios de hollín y sangre: ese fue el estado en que llegaron. Ello trajo mucho quehacer en la ciudadela y una vida llena de agitación.

Mas el enemigo no se detuvo en su empresa y, llevando el combate hasta las costas, obligó a los troyanos a desembarcar y a dejar su flota en manos de los aqueos. El fragor del combate se volvió constante, y los barcos aqueos se extendían formando un arco a lo largo de las costas troyanas. 

Tras una corta pausa, los espartanos movilizaron a sus hombres. Infantes y jinetes ocuparon sus posiciones en la playa y montaron sus tiendas de campaña.

Petrificados de espanto, los troyanos observaban desde los muros la gran cantidad de tropas enemigas. Jamás se habían imaginado tan abrumador el ataque de Agamenón. Con gran valentía y tenacidad, empero, defendieron cada palmo de su suelo patrio, y la sangre corrió a mares.

Paris combatió cual joven león. Allí donde se le veía se amontonaban los griegos. Grandes eran las ganas que tenían de echarle mano; a fin de cuentas, la mayor parte de su ira iba dirigida a él, a él y a Héctor, que no perdía de vista al hermano. Odiseo era el más rabioso de sus enemigos.

El semicírculo que formaba el campamento de los griegos en la playa de Troya no tardó en irse cerrando más y más, aproximándose así cada vez más a la ciudad por cada día que pasaba.

Troya necesitó hacer acopio de todas sus fuerzas para hacerle frente a los ataques de los aqueos y a la enorme superioridad numérica de estos, pero sobre todo para defenderse con tal astucia que no perdieran la conexión con el interior del país. 

Así pasaron los meses y los años, y muchos fueron los que acabaron en el reino de las sombras; las pilas de leña ardían todos los días. Con la guerra creció una nueva generación. En estos muchachos podía uno constatar la cantidad de años que habían pasado como una eternidad, siempre iguales en cuanto a los típicos altibajos de la caprichosa suerte de la guerra a la que todos habían quedado sujetos. En las filas de los griegos se desató una epidemia. La gente se la atribuía a un supuesto envenenamiento de los pozos. Sobre el campo de batalla revoloteaban chillando los buitres, los primeros nuncios de la muerte a causa de la plaga. 

Cerradas a cal y canto, las puertas de la ciudad, con sus anchos y macizos muros y torres, se alzaban desafiantes ante el enemigo. Detrás de aquellas se extendían pasillos erizados de hierro. En las profundidades de la ciudadela, empero, se encontraban apilados en fardos y pacas los tesoros del reino, y los enormes depósitos de vino ofrecían consuelo ante el miedo de padecer sed.

Príamo dirigía al ejército y al pueblo con gran prudencia y fuerza, lo cual le granjeó el amor y la veneración de todo el mundo. Admirado por todos, el senescente monarca era objeto de la lealtad y la gratitud de su gente. Hécuba había cambiado mucho. Un sentimiento de culpa indefinido le roía el alma. Martirizada constantemente por cierta desazón y un miedo terrible a las erinias, andaba en un estado de permanente agitación y tenía a cada rato iracundos exabruptos que aterraban a los demás. De la otrora tan clara y circunspecta mujer ya prácticamente no quedaba ni la sombra. A Casandra ya no le dolía el comportamiento de su madre. Para ella Hécuba estaba enferma, estaba muerta. 


Al final los sitiados se vieron obligados a retirarse del todo y buscar refugio tras los muros de la ciudad, quedando así aislados del resto del país, el cual se encontraba totalmente despoblado y asolado por millas a la redonda. Todo aquel que aún vivía en la zona había acabado huyendo a la ciudad, por miedo a las tropas enemigas.

Los griegos abrigaban la esperanza de que a los troyanos no les alcanzaría el alimento por mucho tiempo más; se ve que no contaban con la sabia prevención y la astuta distribución de Príamo. De todas las maneras imaginables hostigaron la ciudad y provocaron a los héroes para que estos salieran. Mas lo que los troyanos tenían de valientes lo tenían también de astutos y no se dejaron engañar. Ellos, por su parte, también lograron causar grandes daños a los griegos.

Fue entonces que los sitiadores se dieron a embestir los muros de la ciudad, los cuales temblaban terriblemente bajo las acometidas enemigas. La ciudad entera se veía sacudida por los golpes de armas de asedio como las inmensas torres y arietes con que los aqueos embestían las murallas. Altas máquinas lanzadoras disparaban enormes pedruscos, y las había que eran capaces de lanzar de forma seguida 20 dardos y hasta más contra los hombres que defendían las murallas.

Muchas de las armas de asedio causaron graves daños en la ciudad, donde se oían estallidos y crujidos bajo la andanada de proyectiles, mas no pudieron hacer mucho contra la fuerte defensa de Troya. Los griegos no se habían imaginado que la empresa sería tan difícil. Además de que sabían que Helena se encontraba tras los muros, de modo que no querían destruir la ciudad por completo. Menelao estaba todo el tiempo ahí para recordárselo y contenerlos. Malhumorados se reunían todas las noches en la tienda de Agamenón a deliberar.

Hacía mucho que ya habían abierto fosos para desviar el curso del agua y destruido los pozos existentes; pero daba la impresión de que en Troya ni los hombres ni las bestias padecían sed. ¿Tendrían acaso un manantial secreto? 

La comida escaseaba, mas era repartida de forma sabia y racionada. Príamo implantó una estricta disciplina. Aquel que no se conformaba a ella, era ejecutado. Ciertamente, había sus agitadores solapados entre el pueblo, mas la gente misma los hacía callar. 

En medio de las penurias, el amor entre los buenos se propagó con más facilidad que lo que era el caso en los momentos de felicidad. Casandra trabajaba mucho con los enfermos y supervisaba su atención. Con la gente no se mezclaba, ya que le rehuían, lo cual le causaba dolor. Los sacerdotes habían propagado el rumor de que Casandra estaba loca, y como la mayoría de la gente le creía a los sacerdotes, evitaban, temerosos, el contacto con ella.

Con pesar observaba Príamo a esta hija suya, que de tan gran ayuda le resultaba. Para él la joven llevaba una corona luminosa en su cabeza; Príamo la veía como un regalo de las cumbres luminosas. El monarca no entendía por qué la gente la martirizaba de ese modo. A su modo de ver, Casandra jamás había dicho o hecho algo descabellado o necio. ¿Acaso ya estaba demasiado viejo como para entender esas cosas? Casandra nunca se mezclaba con los demás; siempre estaba ocupada con su trabajo, y siempre andaba callada. Mas en torno a ella se iba expandiendo con cada vez más fuerza una clara luz.


(continúa)






Una traducción Del original en alemán


Kassandra


Verwehte Zeit erwacht - Band 1 - 1935




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