Casandra
Por inspiración especial
Y como
parte del Juicio de Dios descendieron años terribles sobre Troya.
En
el mar se sufrió una fuerte derrota. Más de la mitad de los barcos habían
sucumbido a las llamas y con ellos habían acabado en el fondo del mar también
la mayor parte de los mejores hombres. Afortunadamente, Héctor, conjuntamente
con su selecta tropa y muchos barcos, pudo arribar a las costas de la patria y
salvar el pellejo. Adustos y malhumorados, cansados de tanto pelear, sucios de
hollín y sangre: ese fue el estado en que llegaron. Ello trajo mucho quehacer
en la ciudadela y una vida llena de agitación.
Mas
el enemigo no se detuvo en su empresa y, llevando el combate hasta las costas,
obligó a los troyanos a desembarcar y a dejar su flota en manos de los aqueos.
El fragor del combate se volvió constante, y los barcos aqueos se extendían
formando un arco a lo largo de las costas troyanas.
Tras
una corta pausa, los espartanos movilizaron a sus hombres. Infantes y jinetes
ocuparon sus posiciones en la playa y montaron sus tiendas de campaña.
Petrificados
de espanto, los troyanos observaban desde los muros la gran cantidad de tropas
enemigas. Jamás se habían imaginado tan abrumador el ataque de Agamenón. Con
gran valentía y tenacidad, empero, defendieron cada palmo de su suelo patrio, y
la sangre corrió a mares.
Paris
combatió cual joven león. Allí donde se le veía se amontonaban los griegos.
Grandes eran las ganas que tenían de echarle mano; a fin de cuentas, la mayor
parte de su ira iba dirigida a él, a él y a Héctor, que no perdía de vista al
hermano. Odiseo era el más rabioso de sus enemigos.
El
semicírculo que formaba el campamento de los griegos en la playa de Troya no
tardó en irse cerrando más y más, aproximándose así cada vez más a la ciudad
por cada día que pasaba.
Troya
necesitó hacer acopio de todas sus fuerzas para hacerle frente a los ataques de
los aqueos y a la enorme superioridad numérica de estos, pero sobre todo para
defenderse con tal astucia que no perdieran la conexión con el interior del
país.
Así
pasaron los meses y los años, y muchos fueron los que acabaron en el reino de
las sombras; las pilas de leña ardían todos los días. Con la guerra creció una
nueva generación. En estos muchachos podía uno constatar la cantidad de años
que habían pasado como una eternidad, siempre iguales en cuanto a los típicos
altibajos de la caprichosa suerte de la guerra a la que todos habían quedado
sujetos. En las filas de los griegos se desató una epidemia. La gente se la
atribuía a un supuesto envenenamiento de los pozos. Sobre el campo de batalla
revoloteaban chillando los buitres, los primeros nuncios de la muerte a causa
de la plaga.
Cerradas
a cal y canto, las puertas de la ciudad, con sus anchos y macizos muros y
torres, se alzaban desafiantes ante el enemigo. Detrás de aquellas se extendían
pasillos erizados de hierro. En las profundidades de la ciudadela, empero, se
encontraban apilados en fardos y pacas los tesoros del reino, y los enormes
depósitos de vino ofrecían consuelo ante el miedo de padecer sed.
Príamo
dirigía al ejército y al pueblo con gran prudencia y fuerza, lo cual le granjeó
el amor y la veneración de todo el mundo. Admirado por todos, el senescente
monarca era objeto de la lealtad y la gratitud de su gente. Hécuba había
cambiado mucho. Un sentimiento de culpa indefinido le roía el alma. Martirizada
constantemente por cierta desazón y un miedo terrible a las erinias, andaba en
un estado de permanente agitación y tenía a cada rato iracundos exabruptos que
aterraban a los demás. De la otrora tan clara y circunspecta mujer ya
prácticamente no quedaba ni la sombra. A Casandra ya no le dolía el
comportamiento de su madre. Para ella Hécuba estaba enferma, estaba
muerta.
Al
final los sitiados se vieron obligados a retirarse del todo y buscar refugio
tras los muros de la ciudad, quedando así aislados del resto del país, el cual
se encontraba totalmente despoblado y asolado por millas a la redonda. Todo
aquel que aún vivía en la zona había acabado huyendo a la ciudad, por miedo a
las tropas enemigas.
Los
griegos abrigaban la esperanza de que a los troyanos no les alcanzaría el
alimento por mucho tiempo más; se ve que no contaban con la sabia prevención y
la astuta distribución de Príamo. De todas las maneras imaginables hostigaron
la ciudad y provocaron a los héroes para que estos salieran. Mas lo que los
troyanos tenían de valientes lo tenían también de astutos y no se dejaron
engañar. Ellos, por su parte, también lograron causar grandes daños a los
griegos.
Fue
entonces que los sitiadores se dieron a embestir los muros de la ciudad, los
cuales temblaban terriblemente bajo las acometidas enemigas. La ciudad entera
se veía sacudida por los golpes de armas de asedio como las inmensas torres y
arietes con que los aqueos embestían las murallas. Altas máquinas lanzadoras
disparaban enormes pedruscos, y las había que eran capaces de lanzar de forma
seguida 20 dardos y hasta más contra los hombres que defendían las murallas.
Muchas
de las armas de asedio causaron graves daños en la ciudad, donde se oían
estallidos y crujidos bajo la andanada de proyectiles, mas no pudieron hacer
mucho contra la fuerte defensa de Troya. Los griegos no se habían imaginado que
la empresa sería tan difícil. Además de que sabían que Helena se encontraba
tras los muros, de modo que no querían destruir la ciudad por completo. Menelao
estaba todo el tiempo ahí para recordárselo y contenerlos. Malhumorados se
reunían todas las noches en la tienda de Agamenón a deliberar.
Hacía
mucho que ya habían abierto fosos para desviar el curso del agua y destruido
los pozos existentes; pero daba la impresión de que en Troya ni los hombres ni
las bestias padecían sed. ¿Tendrían acaso un manantial secreto?
La
comida escaseaba, mas era repartida de forma sabia y racionada. Príamo implantó
una estricta disciplina. Aquel que no se conformaba a ella, era ejecutado.
Ciertamente, había sus agitadores solapados entre el pueblo, mas la gente misma
los hacía callar.
En
medio de las penurias, el amor entre los buenos se propagó con más facilidad
que lo que era el caso en los momentos de felicidad. Casandra trabajaba mucho
con los enfermos y supervisaba su atención. Con la gente no se mezclaba, ya que
le rehuían, lo cual le causaba dolor. Los sacerdotes habían propagado el rumor
de que Casandra estaba loca, y como la mayoría de la gente le creía a los
sacerdotes, evitaban, temerosos, el contacto con ella.
Con pesar observaba Príamo a esta hija suya, que
de tan gran ayuda le resultaba. Para él la joven llevaba una corona luminosa en
su cabeza; Príamo la veía como un regalo de las cumbres luminosas. El monarca
no entendía por qué la gente la martirizaba de ese modo. A su modo de ver,
Casandra jamás había dicho o hecho algo descabellado o necio. ¿Acaso ya estaba
demasiado viejo como para entender esas cosas? Casandra nunca se mezclaba con
los demás; siempre estaba ocupada con su trabajo, y siempre andaba callada. Mas
en torno a ella se iba expandiendo con cada vez más fuerza una clara luz.
(continúa)
Una traducción Del original en alemán
Kassandra
Verwehte Zeit erwacht - Band 1 - 1935
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