quinta-feira, 28 de fevereiro de 2019

Série: Enteais XII






Série: Enteais – entes da natureza

A Dança dos Silfos

por Geoffrey Hodson

Visto num lapso aéreo de visão formada desde um vislumbre em alturas distantes, um provável guia angélico atento na direção do alto, abriu seus braços junto a seu condizente chamado, com o efeito instantâneo de aproximar povoadas ordens de entes do ar, até o gramado um pouco acima, de onde até então ele se encontrava ereto. Enquanto desciam, os Silfos já se agrupavam, e suas auras produziam o efeito de nevoentas formas, na maioria das vezes similares ao cor-de-rosa, com brilho intensamente irradiante, cuja atmosfera trazida inspirava a sensação de abundante alegria, como de um grupo de crianças libertas da escola naquele assim parecido momento que propriamente significava o contrário, pois o suposto “anjo” os chamara da real liberdade flutuante das alturas, para um servir pelo tema na dança dos silfos.     
A convocação consistia de uma corrente altamente concentrada de força revestida de matéria mental do pensamento impulsivo por sua vontade dominante de regente. Na parte superior da aura do “anjo”, algumas pequenas formas brilhavam no ar, com a ponta para cima; a coloração principal em tom rósea, e as pontas em feixes azuis metálico, golpeavam cada silfo, pelo alerta de sua descida, cuja reação demonstrava que sua vontade equivalia a uma ordem. Ao sorrir espontaneamente para eles, raios róseos de amor brilharam dos silfos para o dito “anjo”, voltando dele, pela sua aura em consentânea resposta de afeto, tanto mais teor de semelhante colorido luminoso. De sua aura lateralmente brotaram duas irradiações similares a asas, que em seguida envolveram o grupo de silfos como estímulos luminosos vindos dele, pela sua regência. Pelas asas era mantido o compasso, de um movimento contínuo, gracioso, amplo e oscilante para frente e para traz; entre ambos, maestro e regidos, com cada batida de “asas” vertendo-lhes mais vida e amor, suprindo-os com intensa alegria até o estado de um enlevo geral sublime.
Os silfos manifestavam um para o outro, imensa afeição recíproca, estando muitos deles “eretos”, com os braços abertos no ponto de se apoiarem uns sobre os outros. Terminadas essas felicitações, iniciou-se um movimento coordenado, dispondo-se todo o grupo em fileiras circulares, na forma de uma flor convolvulácea. Um silfo, especialmente marcava o centro, três formavam um círculo em volta dele, com grande parte voltada para o meio; o restante em diversificações circulares, na forma cada vez mais ampla que o precedente, luzindo a partir da luz rósea variações pelas cores naturais de suas auras entre mutantes nuance de uma opala.
Então, toda a “flor” começou a girar; os silfos movendo-se todos juntos e mantendo com perfeição a forma convolvulácea de início. Em suas faces estampava-se uma expressão de prazer, com seus longos “cabelos” flutuando e suas diáfanas vestimentas misturadas numa expressão de perfeita unificação entre pensamento, sensação e sentimento.
Eles giravam com rapidez numa cadência crescente, até o maestro dar o sinal de moderação, levantando a mão direita acima de sua cabeça. Com isso, o grupo todo que ainda continuava girando pela mantida coreografia em flor, desacelerando imperceptivelmente numa elevação magistral para as alturas espaciais, com o encanto visual de cada círculo num lapso maior de rapidez se abrindo em fileiras até fragmentar-se ao número de dois a três silvos, em que na dança permaneciam rodando e subindo na forma de flor, qual imagem finda brilhante no céu como estrela. Concluiu-se assim o espetáculo natural por oferenda da unidade universal em arte, com amor e alegria na recíproca purificação daquela localidade marcada como palco especialmente escolhido para prestar reverência pela vida...
     
extraído do livro: O Reino dos Deuses – de Geoffrey Hodson









quarta-feira, 27 de fevereiro de 2019

Casandra XIV





Casandra

Por inspiración especial

Una mañana gris y plomiza dio inicio al tercer día. Troya había quedado reducida a un montón de ruinas humeantes. Humo despedían también aquí y allá las piras mortuorias. Las cenizas de los muertos habían sido colocadas en grandes jarrones de piedra y estos, a su vez, en el panteón destinado al efecto. A Príamo también lo habían sepultado. 

Troya había quedado sumida en la oscuridad; oscuras también estaban las almas de las prisioneras. Los griegos se dispusieron a abandonar Troya. Menelao había conducido triunfante a Helena a su barco, y muchos lo siguieron. Conjuntamente con Agamenón, Odiseo había determinado cuáles serían los barcos de los prisioneros; Micenas habría de ser el destino de Casandra. A esta la noticia la había fulminado como si se tratara de la muerte misma, incluso peor, mas entonces la mujer elevó al cielo una plegaria en silencio:

«¡Que sea tu voluntad, Señor, y no la mía!».

Troya no era más que un gris amasijo de humeantes escombros, una ciudad sin vida, y los pájaros descendían en picada sobre los cadáveres que habían quedado sin sepultura. La playa estaba desolada y anegada en sangre y en el mar desembocaban pequeños riachuelos del rojo líquido. En el cielo negruzcas nubes anunciaban la inminencia de una tormenta, y, llenos de ira, los Eternos escondían la cabeza. Los bajeles zarparon, y Casandrá lanzó una última mirada a la derruida casa paterna. En un aciago presagio, la tormenta azotaba las velas de los barcos. 


Troya había caído y los últimos vástagos de su gran estirpe de héroes se encontraban en alta mar, expuestos al antojo de las olas. El hidalgo Príamo, padre de cincuenta hijos, entre los que se contaban Héctor, Paris y Polidoro, los diamantes en el anillo formado por los héroes troyanos, Príamo ya no estaba. ¡Ay de la soberbia Troya, condenada para siempre!; ¡ay de la ciudad caída, que tan majestuosa había sido creada por el favor de los dioses! Ahora estaba muerta, desangrada y reducida a escombros, y el viento transportaba sobre el mar los lamentos de los abandonados que habían quedado sepultados bajo sus cenizas.

En el mar bramaba la tormenta y los barcos de la imponente flota, cargados de abundantes de tesoros, acabaron desperdigados.

Casandra, la más preciosa de las perlas, brillando como lo hacía en la luz de la Verdad, estaba bajo la custodia de Agamenón. Su mirada, que era capaz de penetrar las profundidades del pasado y de asimismo aprehender la vastedad del futuro, había vuelto a cobrar vida. Mas en lo referente a su propio destino, sus clarividentes ojos permanecían cerrados.

Los días de la travesía y las noches espantosas en las que sus acompañantes no más aguardaban sucumbir a las olas fueron para ella apenas minutos, tan solo segundos, toda vez que una mano atenta y amorosa le había borrado del libro de su vida espiritual todo miedo, todo pavor, grabando en él entonces la confianza y la fe en el futuro. Casandra había regresado a casa, había entrado a una Luz que, con su claridad, le servía de guía en medio de las más espesas tinieblas, de tal suerte que le resultaba imposible perderla.

Mas podía ver el terrible destino de los hombres, la decadencia de los pueblos y de las generaciones y la gran necesidad que los héroes habrían de padecer.

«Agamenón, ¡presta oídos a mi advertencia! Asesinos aguardan por ti, asesinos en tu propia casa. ¡Estate alerta! Una mujer que es más culebra venenosa que otra cosa, bella e igual de peligrosa, vive en tu casa, y un calzonazos totalmente controlado por ella, un hombre ponzoñoso, cobarde y lleno de vicios, es su pareja. Ojalá los vientos nos ahogaran aquí en alta mar, de modo que no tuviéramos que ser testigos del final, el final de soberbios héroes».

Así habló Casandra, y sus palabras eran para Agamenón sombrías noticias.

Mientras los demás prisioneros, que yacían en lo más profundo del vientre del barco, lo pasaban sumamente mal, a Casandra se le permitía con frecuencia permanecer en cubierta, junto a Agamenón. Este disfrutaba contemplar su orgullosa y, al mismo tiempo, apacible y comedida manera de ser. Paz y pureza emanaban de ella, la vencida, la esclava, hacia él, el vencedor, el temido general, el enemigo. No mediaba odio entre ellos, tampoco amor; lo que sí sentían el uno por el otro era un gran respeto, y en realidad, ambos eran dignos de él.

Casandra sentía dolor cuando pensaba en el futuro, pues sabía que una diabla esperaba por ella. Llena de pavor, contemplaba los muros de Micenas y a sus habitantes, y se dio cuenta de que los dioses se habían apartado de este lodazal de pecados. Micenas era como un nido de víboras, cada una de estas llevando una corona de muchas piedras preciosas que no eran sino veneno mortal.

Oscuros eran los muros, oscuros también los salones, llenos como estaban del dolor de los abandonados y la lascivia de los disipadores. Negros del pulular de repugnantes sabandijas: así se mostraban a la mirada perspicaz; y el zumbar del látigo y el veneno y el puñal, los gritos de los esclavos y el cuchichear del pecado asomaban sus rostros de sardónica sonrisa en cada rincón. Hacia allí iba Casandra.

A ratos pensaba en los suyos y ello le desgarraba el corazón. Muchas veces había tratado de averiguar el destino de Andrómaca ‒que había tenido que acompañar al hijo de Aquiles‒, ya que Andrómaca era alguien a quien ella había amado. Mas sus intentos resultaron infructuosos. Demasiado hondo se había hundido aquella en su sufrimiento como para poder obtener conexión con Casandra. Y en su sufrimiento, arrastraba violentamente a la Tierra al espíritu del marido, al llamarlo constantemente a su lado.

Hécuba ya no estaba entre los vivos. En su locura producto de su culpa se había llevado consigo a las puertas de Hades la muerte del cegado Poliméstor y la caída de su casa. Aullando y deambulando erráticamente como una perra, movíase este ser completamente cegado por las tenebrosas honduras, habiendo olvidado completamente el luminoso resplandor que, proveniente de su hija Casandra, quiso en su día mostrarle el camino. Tampoco ella podía encontrar conexión con Casandra, que, cual estrella refulgente, solo atraía almas luminosas, mientras que las tinieblas se encrespaban, hostiles, en su cercanía.

(continúa)




Una traducción Del original en alemán


Kassandra


Verwehte Zeit erwacht - Band 1 - 1935


terça-feira, 26 de fevereiro de 2019

Seres da Natureza XVIII






Encontro com os seres da natureza

por Eduard Hosp Porto

(continuação)

Ver a natureza, Enxergar seus Entes - II

O corpo físico não é, por isso, o verdadeiro ser humano, mas apenas um instrumento... Os olhos do corpo físico pertencem a esse instrumento. Não são eles próprios que “vêem”, mas aquele que se utiliza dos olhos: o espírito, nosso verdadeiro “Eu”. Exatamente como uns óculos, um binóculo ou um microscópio são instrumentos dos olhos, que transmitem – por meio do cérebro – informações visuais do espírito. 

Assim como o espírito tem, portanto, a necessidade de tomar para si um corpo correspondentemente grosso material, para poder atuar no mundo físico, ele também tem de envolver com a espécie própria dos outros planos. Enquanto o espírito, em seu percurso descendente do Paraíso até a Terra, desce de um plano ao outro, um invólucro após outro se colocam ao seu redor, envolvendo-o qual um manto – um sobre o outro. Assim todos nós trazemos muitos corpos diferentes em torno de nós, de acordo com as diversas planícies que passarmos em nosso percurso vindo do Reino Espiritual. E todos esses invólucros estão munidos de “instrumentos”, ou seja, órgãos, que nos permitem atuar sobre a respectiva planície e acolher impressões dela. Cada um desses invólucros possui, portanto, também olhos.
Aqui se levanta a questão, por que essa “diversidade” de olhos não permite, de modo totalmente natural, a visão de nossos corpos mais finos, ou seja, dos respectivos planos da Criação. Por que não vemos todos os mundos de uma só vez?
Isto ocorre, porque os diversos olhos de constituições diferentes não funcionam todos ao mesmo tempo. Normalmente estão abertos apenas os olhos do invólucro mais denso e mais externo, trazendo ao espírito as informações necessárias à consciência. Se recebêssemos ao mesmo tempo impressões de diversos planos, teriam de surgir daí percepções confusas, com as quais não saberíamos o que fazer. Portanto, sempre se encontra aberto apenas um par de olhos. Por ocasião de exceções, porém, também pode se abrir um outro par – este é o caso em pessoas mediúnicas.

A Capacidade Mediúnica

Uma pessoa mediúnica também enxerga habitualmente com os olhos de seu corpo físico, assim como todos nós. Contudo, temporariamente ela pode – enquanto a visão dos olhos terrenos é “desligada”  – perceber coisas que usualmente são denominadas como “não existentes”, por não poderem ser vistas de forma material e terrena. 
Contudo, tal pessoa as vê; o outro par de olhos de constituição não material as transmite ao seu espírito. Quando levarmos em consideração o ser humano por completo, isto é, tanto a parte material (o corpo físico) como também a imaterial (os corpos mais finos e o espírito), então a capacidade mediúnica é algo totalmente natural.
Contudo, esta capacidade se apresenta de diversas maneiras. Nenhuma pessoa mediúnica ou vidente pode ver todos os planos da Criação; geralmente trata-se de certo modo de “especialistas” – e entre eles existem alguns que estão sintonizados na “frequência” dos entes da natureza. Mas também aqui, nem todas as pessoas mediúnicas vêem da mesma maneira. Na maioria das vezes são os mais densos seres da natureza que podem ser vistos, portanto, sobretudo ondinas e gnomos, que atuam no elemento água e terra. Entes de constituição mais etérea, que se ocupam com o fogo e o ar, são bem mais raros de serem vistos.
O que as pessoas mediúnicas vêem são corpos de uma matéria mais fina. Os seres da natureza, não trazem portanto nenhum invólucro grosso material, como nós durante nossa vida terrena, mas sim um corpo de constituição do “além”. Por esse motivo eles podem (da mesma forma como, por exemplo, ondas de rádio) passar através de muros e de outros obstáculos grosso materiais que se encontrem à sua frente, como se esses não existissem.
Devido ao fato dos entes da natureza não possuírem um corpo grosso material, podem também ser vistos por pessoas cegas – tão logo estas forem capacitadas à mediunidade. Em tais casos excepcionais os olhos do corpo físico não funcionam de fato, mas sim aqueles do respectivo invólucro mais fino. Assim escreve uma pessoa cega de nascença:

“Quando criança eu brincava com prazer com anões e elfos. Eu os conhecia e os compreendia. No que, porém, se referia ao mundo físico, meus pais e educadores tinham de me abrir o acesso a ele através de uma condução concreta e sistemática, pois eu havia nascido cego. O “outro mundo”, como eu o chamava – ninguém. Às vezes eu queria falar com outras pessoas a respeito, deixá-las participar daquilo que eu vivenciava. Quando eu era pequeno elas me ouviam com paciência e concordavam comigo. Mais tarde – e quando elas pensavam que era conveniente – elas se esforçavam, por banir esse “outro mundo” de meu espírito. Elas me diziam, que temos que aprender a distinguir o que é real, daquilo que só vive em nossa imaginação. (...) Contudo, eu não ‘acreditava’ nesses seres, eu os vivenciava e assim comecei a sofrer com meu grande e primeiro problema de vida. Ao seguir os adultos, eu tinha de acreditar naquilo que eu não via.”

A possibilidade de ver os entes da natureza com outros olhos, do que os do corpo grosso material está ancorada potencialmente em cada ser humano. Ela, porém, surge quando são cumpridas condições bem especiais.
 


(continua)









segunda-feira, 25 de fevereiro de 2019

Encontro com o Senhor IX






Encontro com o Senhor


Por Hellmuth Müller − Schlauroth


(continuação)

A causa do Senhor não está sendo decidida na Montanha. Ela se encontra nas mãos de cada portador da Cruz, individualmente, o qual assumiu com o seu selamento total responsabilidade sobre a “Causa”. Ele tem que examinar a si mesmo e atuar conscientemente. Só na medida em que, cada um, individualmente, vivifica em si e ao seu redor a Mensagem, ela será divulgada e mantida pura. Devemos ser constantemente vigilantes, para que a Palavra do Senhor permaneça íntegra para aqueles que vêm depois de nós.
Nenhum de nós deveria adotar o raciocínio assumido por portadores da Cruz, de que nada precisa fazer em prol da continuidade da Palavra, pois a Luz cuidará de tudo por si mesma. Em 1938 as trevas golpearam inesperadamente, apagando toda a vida espiritual na Montanha. Sejamos vigilantes para que esse acontecimento não se repita.

Chego ao final das minhas recordações e dos meus pensamentos. A partir de meu selamento, quando me encontrei pela primeira vez frente à frente com o Senhor, minha vida passou a ser regida por impulsos mais profundos do que até então. Todos os problemas apresentavam-se de imediato e exigia rápida resolução, resolução essa sempre acertada quando baseada na intuição. Essa condução, quase visível, estendeu-se ao meu trabalho diário e ao cultivo da minha terra. Que a intuição, de ser guiado espiritualmente, tenha se fortalecido consideravelmente após ter sido eu escolhido para abrigar o Senhor na minha casa, é algo evidente. E assim devo dizer, com toda a humildade, que sinto interiormente que a minha vida foi abençoada. Mas também tenho a convicção de que todos os portadores da Cruz, se estivessem sempre dispostos a ajudar com o coração puro, corajoso e crente, − mas não com crença cega − participariam da mesma felicidade que eu sinto, pois ela se origina da mesma mão.

Rötz/Opf., em março de 1971.


Ass. Hellmuth Müller


(continua)

Trecho do texto: Encontro Com O Senhor - (nas Recordações e pensamentos do discípulo: Hellmuth Müller – Schlauroth).


quinta-feira, 21 de fevereiro de 2019

Lembranças do Graal XVI







Lembranças das minhas vivências do Graal

A Época de Tutzing


Out/ 1926 a Fev/1928

por Elisabeth Gecks

(continuação)

Na época de Tutzing Abdrushin também ia muitas vezes ao cinema. Certamente ele pôde reconhecer com isso muitas coisas, que ele necessitava para compreensão e conhecimento da espécie humana, a fim de nos auxiliar. Muitas vezes ele também se alegrava com isso, como no filme “Robert Koch”. Várias vezes era-me permitido ir junto e eu aprendia a observar tudo a partir da Mensagem. Às vezes eles também gostavam de ir à ópera e os dramas musicais de Wagner eram os preferidos. Em “Madame Butterfly” a música também alegrou, mas especialmente bela foi uma apresentação da “Zauberföte” (Flauta Mágica) de Mozart, a qual foi uma vivência bem especial para mim. Aliás, música ele amava muito, bons discos ou também cantores alegravam-no, já que as ondas dos sons se ligam com esferas mais elevadas. De fato ele disse, que tudo isso era apenas um fraco pressentimento e que a verdadeira música do Graal teria ainda que ser descoberta um dia por convocados, que poderiam e deveriam captá-las realmente de esferas mais elevadas através de “Cecílie”. Depois da vivência de Wagner “O Holandês Voador” Abdrushin falou bem sério sobre os falsos pensamentos de libertação, nos quais os seres humanos se enredam, assim como certas lendas também o reproduziam, as quais antigamente eram construtivas e nas quais mais tarde foram inseridas num sentido errado. Tratava-se de uma época, conhecida a todos nós, sobre a concepção de que uma pessoa pura, nobre – em geral uma mulher – pudesse libertar de fato espiritualmente certa outra pessoa decaída ou doente, sacrificando-se por meio da morte. Reside nisso certamente uma lembrança de um antigo saber, que a mulher era mais ligada à Luz do que o homem. Contudo, jamais alguém pode tomar sobre si a culpa de outras pessoas, a quem ela deseja ajudar; cada um deve resgatar a sua própria. Se alguém quiser libertar a outrem ao por ele próprio um fim a sua vida, então isso é apenas algo errado. Ele se sobrecarrega a si mesmo de culpa, sem poder libertar o outro. Nós não temos o direito de dispor de tal maneira sobre a nossa vida.
O glorificado ato de salvação de Senta era uma suposição injustificada, um total desconhecimento das leis da Criação.
 “Como os seres humanos se enredaram em concepções errôneas!” exclamou ele descontente. O holandês apenas teria podido encontrar salvação, através do fato de não querer realizar mais o sacrifício desejado e evitar a sua morte. Com isso ele teria optado pelo certo, o qual realmente podia libertá-lo. Assim Abdrushin esclareceu essa lei da Criação e o conceito errôneo, que eu também trouxera em mim até então. O modo de ser e a maneira de pensar de Senta sempre havia encontrado muita ressonância em mim. Agora eu estava livre disso. Assim se podia reconhecer sempre tudo, qualquer que fosse a vivência com Abdrushin, com o grande anseio de se tornar correto. Uma vez, isso foi mais tarde na Montanha, eu me queixei ao Senhor:

Ah, quando nos tornaremos finalmente perfeitos?

Nunca”, disse ele em resposta a isso e completou:

Todo o esforçar-se é infinito, tem que prosseguir sempre adiante, não há limite no desenvolvimento, mesmo para o espírito puro, que pode ascender ao seu plano de origem, no assim chamado Paraíso. Os planos são lá infinitos. Perfeição nesse sentido ocasionaria o cessar do esforço e aí a parada. Parada, porém, é retrocesso. Na Luz tudo é Movimento; Perfeição no sentido intencionado pela senhora não existe, apenas um contínuo esforçar-se rumo às amplidões infinitas do reino espiritual. Um espírito humano ‘perfeito’ é aquele que, em sua peregrinação pela materialidade, tornou-se por fim, por meio de seu esforçar-se, tão purificado e luminoso, que tudo o que é material pode soltar-se dele e ele pode então, novamente como espírito que se tornou consciente, agora desenvolvido, por meio de seu elevado esforço, ingressar ao reino espiritual, que é eterno, para poder então viver conscientemente lá, esforçar-se e atuar na vontade de Deus. Mas também lá esforçar-se-á sempre adiante. Ao seu desenvolvimento, nos planos de sua espécie, não é imposto nenhum limite, pois esses planos espirituais também são infinitos em sua espécie.” – – 

(continua)












terça-feira, 19 de fevereiro de 2019

Seres da Natureza XVII







Encontro com os seres da natureza

por Eduard Hosp Porto

(continuação)

Ver a natureza, Enxergar seus Entes

Por que não podemos enxergar sem mais nem menos os seres da natureza?

Ver, para crer?

Eu quero ver para crer...

Esse pensamento fundamental vem à expressão por ocasião de muitas discussões a respeito de algo em geral invisível e por isso também é frequentemente utilizada em relação aos seres da natureza.
O modo de se observar o mundo segundo o lema “O que eu não posso ver, também não existe”, parece ser totalmente lógico: O que não é visível, não possui forma e o que não possui forma, não existe.
Contudo existem muitas coisas, cuja existência é uma certeza para nós, às quais arrumamos convictos um lugar em nossa concepção mundial e as quais também utilizamos para nossas atividades diárias – e que apesar disso jamais vimos. 
Pensemos, por exemplo, na eletricidade, da qual nossa sociedade é tão dependente, na estrutura do átomo (nos elétrons que circundam o núcleo) ou nas ondas de rádio e televisão, que perpassam ininterruptamente o espaço. Tudo isso não podemos perceber diretamente com os nossos sentidos, mas apenas em seus efeitos. E quem se atreveria hoje em dia a questionar a existência da força da gravidade ou das forças magnéticas sob o pretexto delas serem invisíveis?
Ou dos raios ultravioletas e infravermelhos?
Nos também estamos convictos de possuirmos, como seres humanos, uma livre vontade – contudo, ninguém pode enxergar essa vontade como tal. Nossos pensamentos, sentimentos e intuições são igualmente “coisas evidentes, mas invisíveis”.
Esses exemplos mostram que nem sempre é necessário ver algo para se estar convicto dele. Portanto, é um raciocínio involuntariamente falso considerar de antemão como inexistentes elfos, gnomos e outros seres da natureza, apenas porque não o vemos.
Além disso, não é correto afirmar que os entes da natureza são invisíveis. De um modo mais correto deveríamos falar que, em geral eles não podem ser vistos. Pois sempre existiu e ainda existem pessoas que relatam poder perceber os seres da natureza, ou seja, se comunicar com eles.
Mas quão dignos de crédito são tais depoimentos?
É difícil controlar isso, pois exatamente aquelas pessoas que querer emitir um julgamento a respeito, carecem do dom de enxergar os seres da natureza.
Levantemos por isso de forma genérica a questão, se pode ser possível que certas pessoas sejam capazes de ter uma percepção maior do que outras, portanto, que elas possam abranger visualmente uma realidade, que permanece fechada à pessoa comum. Para encontrarmos uma resposta a esta questão, temos que primeiramente nos ocupar mais pormenorizadamente com o que significa realmente “ver”.

O que significa “ver"?

Ver é uma capacidade que nós possuímos, para captarmos a realidade ao nosso redor com o auxílio de nossos olhos. Nossa visão limita-se à apreensão de apenas um aspecto de nossa total realidade; para a percepção de sons, cheiros, sabores ou toques que outros órgãos sensoriais são responsáveis: ouvidos, nariz, boca e tato. Cada sentido só percebe aquilo que corresponde a sua igual espécie. Essa relação percebe aquilo que corresponde a sua igual espécie. Essa relação compara-se à relação entre um rádio e as diversas emissoras de rádio. Se o receptor estiver sintonizado em um determinado comprimento de onda, então ele pode receber as transmissões enviadas naquela frequência. Contudo, as inúmeras outras transmissões que são enviadas em comprimentos de ondas diferentes não lhe são acessíveis, apesar delas existirem de fato.
Também nossos olhos só podem “receber” aquilo, que corresponde a sua igual espécie. E é uma restrição totalmente natural a que eles – bem como também todos os outros órgãos sensoriais do corpo – estão submetidos, a matéria física. Como nossos olhos pertencem eles mesmos ao corpo material, também só podem captar aquilo, que possui a mesma materialidade deles. Tudo o que é imaterial tem de lhes ficar oculto. Com o “imaterial” é intencionado tudo aquilo que não pertence à grossa materialidade do plano terreno.  
Contudo, o plano material não é o único plano existencial que consta na Criação – mesmo que a tal afirmação seja, talvez, difícil de ser aceita por pessoas particularmente materialistas. Jesus falou de “muitas moradas” na “casa de seu Pai”, e para a maioria dos cristãos, é no mínimo incontestável que além do nosso mundo grosso material, no qual nos encontramos atualmente, também fora criado um mundo espiritual, chamado Paraíso.
De fato, esse Reino Espiritual é o mundo do qual nós seres humanos, nos originamos. Contudo, entre o Paraíso e o plano terreno existem mais planos da Criação que, de cima para baixo, se foram tornando cada vez mais densos e aos quais também se encontram espíritos humanos para cumprirem seu caminho de desenvolvimento, antes de poderem ingressar novamente no plano espiritual.
Todos esses âmbitos da Criação atuam um com o outro e entrelaçados entre si, mas – com exceção do plano terreno – eles são de espécie totalmente diferente da dos olhos do nosso corpo físico. Por causa disso, esses planos não podem ser enxergados sem mais nem menos. Eles se encontram além da nossa capacidade de percepção visual (bem como da de nossos outros sentidos) – a palavra além, como denominação para os demais planos expressam bem essa situação.
Como o espírito humano tem sua origem no plano espiritual, ele tem, se quiser atuar sobre a Terra material, que trajar um invólucro de mesma densidade – portanto, o corpo terreno. Sem este o espírito não poderia assimilar nada do mundo material, nem mesmo atuar nele.
O corpo físico não é, por isso, o verdadeiro ser humano, mas apenas um instrumento que o espírito necessita. Os olhos do corpo físico pertencem a esse instrumento. Não são eles próprios que “vêem”, mas aquele que se utiliza dos olhos: o espírito, nosso verdadeiro “Eu”. Exatamente como uns óculos, um binóculo ou um microscópio são instrumentos dos olhos, que transmitem – por meio do cérebro – informações visuais do espírito. 

(continua)



segunda-feira, 18 de fevereiro de 2019

Casandra XIII






Casandra

Por inspiración especial

Todo el día se lo pasó la ciudad sumida en un éxtasis de júbilo y alegría, sus calles llenas del griterío de la gente. Mayor diferencia entre ese día y la jornada anterior no podía uno imaginarse. Engalanada con coronas, agitando pañuelos de abigarrados colores y bailando al sonido de las flautas, así se movía la multitud por las calles de Troya.

En la gran plaza frente al templo encendieron un fuego en el que arrojaban flores y frutos y que mantuvieron vivo hasta la noche. En los templos se entonaron cánticos de gratitud, y ataviados completamente de blanco, movíanse los sacerdotes de un lado a otro, recitando plegarias y propagando aromáticas fragancias. Frente a las casas fulguraban boles en los que ardían llamas multicolores; hubo quienes empinaron volátiles ardientes, y la gente arrojaba flores desde las ventanas de sus moradas. El júbilo no tenía parangón.

Hasta que llegó la noche. Allá en el oeste, donde el cielo se unía con el mar, se veía brillar el último ribete del sol enrojecido; las estrellas ya poblaban con su fulgor la bóveda celeste y sobre Troya brillaba el resplandor de fuegos festivos. En eso salió un grupo por la gran puerta de la ciudad, haciendo caso omiso de las advertencias de Casandra y las órdenes de Príamo.

Allí, frente a las murallas de la ciudad, alzábanse aún, cual siniestro recordatorio de los terribles días de horror vividos hasta hacía muy poco, las amenazantes siluetas del coloso griego y de las potentes armas de asedio. Estas tenían un brillo siniestro bajo el resplandor multicolor de los fuegos que ardían como manifestación del gozo de los habitantes de la ciudad. Los caminos, apisonados y marcados por zanjas, hablaban a las claras de los años sacrificados a la guerra. El suelo había quedado arruinado por largo tiempo, y la sangre de los caídos impregnaba la tierra bien hondo. Sombras merodeaban por el lugar: los caídos que habían quedado atados a lo terrenal y que aguardaban su liberación. Excitados, estos eran un amasijo de cuerpos que se peleaban y discutían entre sí si debían sumarse a los troyanos.

Por las puertas de la ciudad salió toda una procesión de soldados, ciudadanos y labradores que, trastrabillando y tambaleándose, enfilaron hacia la playa. Bailando y saltando de alegría alrededor de aquellos, se sumaron a la caravana en largas filas los caídos en combate. Muchos de estos, empero, hacían llamados de advertencia y, sirviéndose de amenazas, trataban de detener a la multitud. Así, la gente se fue acercando a la playa, donde los aguardaba el engalanado corcel. Una vez allí, se pusieron a bailar con frenesí en torno a él. Hasta que la procesión comenzó a desplazarse hacia la ciudad con la lentitud de una babosa; el colosal animal en medio de ellos.  

Por los pasillos de la ciudadela, por los techos, los patios y desde los muros, oíanse clamores de advertencia. Casandra se movía de un lado a otro con pie ligero, los pliegues de su vestido movidos por el viento. Infatigable y sin darse un momento de descanso, llena del fuego abrasador de un terrible saber, fulgurantes los grandes ojos y alzada al cielo la mirada, el rostro cubierto de lágrimas y las manos encrispadas en actitud suplicante: así deambulaba la mujer por salones y florestas, por pasillos y jardines, haciendo caso omiso de la gente, que en parte le rehuía, y en parte se mofaban de ella con carcajadas burlonas.

A cierta distancia le seguía el fiel atalayador y a su lado marchaba el inmenso perro guardián de castaño pelaje. Con una voz que hacía temblar los muros Casandra hacía una y otra vez su admonitorio llamado «¡Ay, Troya, pobre de ti!».

Las piedras temblaban, mas los hombres no hacían caso a la advertencia. En las puertas la mujer hizo retroceder a la boquiabierta muchedumbre. Vestida de blanco, los brazos bien abiertos, así esperó a la multitud, su espíritu enardecido por la voluntad de su convicción; de esa suerte aguardó, solitaria y desafiando a un pueblo entero. Y la procesión se acercaba cada vez más. Ya divisaban a Casandra. La gente se arredró y, haciendo un alto, se pusieron a deliberar. En eso dejose escuchar el estallido de un látigo y acto seguido un grito; varios caballos se abrieron paso a través de la multitud y la bramante jauría se lanzó en tropel contra Casandra.

«¡Abajo con la lunática que nos niega nuestra alegría!», gritó uno.

Saltándole al cuello al tiempo que lanzaba un aullido, embistiole al hombre el perrazo mientras la turba humana proseguía su marcha arrolladora. Un fuerte brazo armado sacó a Casandra de donde estaba y de inmediato viose la mujer rodeada de soldados comandados por un capitán:

«¡Casandra, en nombre de Hécuba te ordeno que me acompañes!».

Y se la llevaron como si fuera una delincuente. Los hombres la condujeron a la planta superior del castillo.

A Hécuba no se le veía por ninguna parte. Era como si nadie supiera de Casandra. Esta fue conducida, como si se tratara de una extraña, a una pieza donde fue encerrada en una cámara a nivel del suelo. Casandra no estaba desesperada, sino más bien estupefacta. Lo único que escuchaba una y otra vez era una voz angelical que le decía:

«¡Toma tu cruz y sígueme, que yo estoy en el Padre y tú eres una parte de Mí!».

Una fuerza sobrenatural, inefable y de callado operar la sostenía.


Así deben de haber pasado unas cuantas horas. Las calles habían quedado sumidas en el silencio y las fogatas estaban prácticamente apagadas. Todo el mundo disfrutaba del sueño liberador, embargados como estaban de esa sensación de libertad que hacía tanto habían olvidado. Todos estaban exhaustos de la agitación en la que habían tomado parte. El único que no dormía era el fiel atalayador. El leal hombre montaba guardia frente a la celda de Casandra. Una luz tenue brillaba por debajo de la puerta del calabozo y arrojaba un resplandor mortecino a través de las rejas que hacían las veces de ventana de la celda. No obstante, era como si la habitación fulgurara con luz propia, una luz blanca y apacible.

En la ciudad reinaba un silencio sepulcral. Solo se escuchaba a ratos el estertor de un perrazo que se arrastraba trabajosamente por el suelo y el ulular estridente y plañidero de un búho proveniente del mar. El enorme can acabó desplomándose frente a las puertas de la ciudadela; había fenecido. De una profunda herida en su cuello brotaba, manaba la roja sangre.

De repente, se escuchó un sonido como de armas. ¿A qué venía ese sonido en plena ciudad y a esta hora?


Sobre el techo de un establo se vio súbitamente el resplandor de un fuego; aves y murciélagos huían espantados. Una roja luminosidad fulgía siniestramente en el techo de un granero. Afuera, del otro lado de los muros, se movía alguien con pisadas rápidas y silenciosas. El chirriar de trancas y el crujir de vigas quebradas hirieron la noche. Cascos de caballo hollaban la tierra y el sonido retumbante que producían iba acompañado del cencerreo del hierro de las armas.

En Troya todo el mundo dormía. En eso rompieron las puertas de la ciudadela y un grupo de griegos armados de antorchas irrumpió en el patio. Una corta tonada del cuerno del atalayador que se extinguió en un estertor fue el único aviso; el ataque sorpresa había resultado exitoso.

«¡Cuánta razón tenía Casandra!», fueron las últimas palabras del fiel hombre.

Pasando como un bólido por al lado de este, Aquiles se lanzó contra los troyanos, que, habiéndose armado a la carrera, salían presurosos de las casas. En pocos minutos la ciudad sumida en la calma del sueño nocturno se había transformado en un mar de llamas y de gritos de desesperación.

El fuego ardía de forma espantosa, y el bramido de los cuernos iba acompañado del aún más fragoroso bramido de los hombres. Las pocas mascotas que habían sido dejadas con vida para los niños de la casa se lanzaban a las llamas, y por los patios cabalgaban caballos sin jinete. 

En el medio de la plaza se alzaba el caballo de madera; la negra cavidad de su torso abierta de par en par; la misma les había servido de escondite a los astutos griegos.

Los príncipes se acometían con frenesí. Espantosa era la matanza, en la que el vapor de la sangre se fundía con el resplandor de las llamas. Por doquier veníanse abajo vigas y maderos, y máquinas de asedio embestían parte de las murallas de la ciudad. Los griegos recibían nuevos refuerzos. En la plaza, en torno al caballo, tenía lugar una violenta reyerta; los espartanos, acaudillados por Menelao, se habían apoderado del templo, pues creían que allí se encontraba Helena.

Troya se defendía desesperadamente. De pie sobre una plataforma de su torreón, Príamo impartía órdenes, mas, con tanto desconcierto, era difícil mantener la disciplina entre la gente. Paris y Héctor estaban posicionados en puntos claves; sus hombres, empero, se veían acorralados por fuerzas diez veces superiores en número. Héctor estaba por todas partes, apareciendo ora aquí, ora allá. Su destreza y su coraje brillaban cual estrella de luz sobre sus camaradas. 

En eso un terrible alarido hirió el aire. ¿Sería acaso ese grito estridente y desgarrador el de una bestia herida?; ¿o quizás el de una mujer demente? Hasta la frenética batalla se detuvo por unos instantes.

Aquiles había salido al encuentro de Héctor. Como un loco el aqueo había saltado del carro que hasta hace unos momentos había conducido por entre la gente que peleaba a pie, atropellando a todo aquel que no se apartaba del medio. En fiero combate diole muerte a Héctor, cuyo cuerpo inerte cayó al suelo y estuvo a punto de ser atropellado por los caballos. Aquiles, empero, mandó a atar el cadáver a su carro y lo arrastró a velocidad vertiginosa a través de las puertas de la ciudad.

Anegado en sangre, el suelo despedía el vaho del rojo elíxir. Amontonados, formando pilas, los estertóreos heridos eran hollados y aplastados por las despiadadas ruedas de los carros de combate. Hecho una furia y rodeado de las diosas de la venganza, Aquiles conducía su carro por toda la ciudad a velocidad trepidante. Paris vio lo que sucedía y juró no descansar hasta haber vengado al hermano.

El grupo de los troyanos fue reduciéndose cada vez más, la superioridad de los enemigos tornábase cada vez más evidente. Odiseo combatía ahora junto a Filoctetes, a quien había traído consigo no hacía mucho. La presencia de este y la buena afluencia de sus flechas intensivaron de nuevo la combatividad, que ya empezaba a mermar. Los griegos ya estaban masacrando mujeres y niños, y su crueldad aumentaba cuanto más corría la sangre. Los fuegos no hacían sino incrementarse, y viniéndose abajo, los muros de la ciudad acabaron sepultando todo bajo sus escombros. 

Las mujeres del castillo estaban todas acuclilladas en un rincón. Un inmenso miedo las invadía, pero a lo que más le temían era a Hécuba, que se comportaba como una demente. La única que podía ofrecer consuelo, el amor servicial personificado, Casandra, no estaba ahí con ellas. Sentada en un rincón profiriendo lamentos y deshecha en llanto, Andrómaca sostenía en los brazos a su pequeño hijo.

Posicionadas en la terraza, las mujeres habían visto desde allí la muerte de Héctor, y Hécuba se había puesto a proferir alaridos como un animal. Temblorosa, sus dedos moviéndose sin cesar, la mirada errática y huidiza: esa era la imagen que ofrecía la mujer, acuclillada como estaba en un rincón del aposento, en el cual ya se sentía el olor a cadáver. El ruido en los pasillos permitía inferir que el castillo ya estaba en manos del enemigo, de modo que el escapar estaba descartado.
Fue entonces que en la puerta de la habitación apareció Príamo a fin de prepararlas para lo peor: la muerte o el cautiverio. En el aposento reinaba una atmósfera gris, mortecina y fría.

En eso resonó un grito, resonó una voz por toda la casa:

«¡Príamo!».

Era la voz de Casandra. Fue entonces que se dieron cuenta de que nadie había tenido idea de dónde estaba la joven, mas esto no les dio vergüenza.

La celda de Casandra se había abierto, y con la frente en alto, la hija del monarca había atravesado los grupos de guerreros envueltos en sangrienta lucha sin que nadie le pusiera un dedo encima. Como por obra de un milagro, los muros, al venirse abajo, en lugar de hacerle daño la habían liberado.

Colocándose ante Hécuba, la joven pronunció estas palabras:

«Héctor ha encontrado la muerte. Acompañada de Príamo, iré a pedir su cadáver. Paris también va a morir, y Troya dejará de existir. Todos vosotros caeréis en las manos del enemigo. Todo eso te lo podemos agradecer a ti, Hécuba; ¿te acuerdas ahora de mis advertencias?».

Príamo se quedó contemplando a la hija, y desgarrado por el dolor, le extendió la mano:

«Vamos», le dijo.

Mas el combate aún proseguía. La noche había dado paso al día y este a la noche de nuevo, y todavía continuaba el ulular de la matanza a través de las ruinas de la ciudad. La carnicería había perdido todo sentido, pero no quería llegar a su fin.

Al cabo de unas horas regresaron Casandra y Príamo con el cadáver mutilado de Héctor y prepararon la pira funeraria, mas no les fue posible encenderla, ya que el combate se había reanudado de nuevo. Sentada junto al cadáver, Andrómaca lloraba a su marido.

Fue entonces que Paris le dio muerte a Aquiles. Un clamor de dolor del enemigo anunció el suceso, y Paris fue alzado en alto sobre su escudo por sus compañeros. En eso lo alcanzó la flecha vengadora de Odiseo, disparada por el arco que Hércules había llevado en su tiempo. Con la flecha aún cimbrando en su cuello, el héroe fue llevado sobre su escudo adonde Príamo. Este prorrumpió en llanto y comenzó a tirarse del cabello. Colocándose ante el enemigo, el viejo caudillo ofreció su pecho descubierto a las huestes de sus adversarios.

Detrás de él se veía a Casandra, y esta divisó a Odiseo por primera vez. Él también la vio a ella y juró capturarla viva. Seguramente,  se había acordado de su visión en el mar.

(continúa)



Una traducción Del original en alemán


Kassandra


Verwehte Zeit erwacht - Band 1 - 1935