Casandra
Por inspiración especial
Y pasaron
los años.
Sobre
el ponto se extendía a todo lo largo y ancho una luz azul. Las rocas dentadas
de la costa emitían destellos, humedecidas como estaban tras haberse retirado
las aguas en la bajamar. Las olas, adornadas aún por pequeñas coronas de
espuma, rompían, burbujeantes y susurrantes, en la playa. En las ondeantes
aguas se podía ver coloridas velas, rojas y amarillas, y proveniente de la alta
torre se dejaba escuchar por todo el palacio y aún más allá el grito: «¡Barco a
la vista!».
La
niebla impedía divisar a lo lejos las costas de Grecia. Oscuros velos se
acercaban desde allí. La línea de playa arenosa se veía interrumpida de vez en
vez por pequeños arrecifes, mientras que hacia el interior del país se extendía
un terreno rocoso cubierto de yerba rala y baja. Un camino burdamente hecho
conducía de la ciudad al mar.
De
los muros de la ciudad, que mostraban partes ya viejas y otras más nuevas,
crecían en dirección hacia la explanada, que estaba algo más levantada que el
nivel de la ciudad, árboles bajos, más bien pegados al suelo. Un poblado de
pastores, eso era Troya, un poblado construido con la piedra oscura y cruda del
lugar. Las casas tenían techos planos, y en éstos crecía delicada yerba.
Pequeñas ventanas cuadradas encaraban cual oscuras bocas la luz del sol. Crudos
eran los muros que rodeaban pequeñas masías. Adosados a los mismos, empero,
había partes más nuevas que se unían a la vieja sin ninguna transición.
Aquéllas mostraban la influencia del altamente avanzado estilo griego, si bien
se trataba de un estilo más sencillo, austero y simple que las construcciones
de la Grecia Antigua. Todo llevaba el sello de la rusticidad y la fuerza
expresada en formas grandes y simples.
Crujiendo
se abrió la maciza puerta del castillo, mostrando así un foso ancho y bien profundo
revestido de piedras lisas. Justo frente a la puerta, pero del otro lado del
foso, se veía un ancho puente de madera levantado por un crudo sistema
mecánico. Contiguos a la puerta se alzaban torres rectangulares y un muro alto
y ancho por el que era posible caminar.
Detrás
había una plaza cuadrada pavimentada con grandes piedras. A la derecha
hállabase un alto edificio de columnas, y siguiendo recto, se topaba uno con un
segundo muro provisto de una puerta; adosado al muro por su lado izquierdo se
extendía un salón de techo alto con un pasillo exterior y otro interior. En
este último se sucedían habitaciones a manera de bodegas que guardaban inmensas
ánforas de barro. A aquéllas les seguían grandes almacenes destinados al
avituallamiento.
Había
un segundo patio lleno de carretas y aperos de labranza, y, circundando a
aquel, establos que ofrecían techo a un gran número de hermosos animales, sobre
todo vacas, toros y terneros. Para los caballos había una sección aparte. Allí
se veían caballos de corta crin y otras bestias parecidas a asnos. Apostado
frente a los establos vigilaba un perro enorme, cruce de león y lobo, de pelaje
hirsuto y pardoamarillento.
Una
puerta a la izquierda daba paso a un magnífico bosquecillo de laureles donde
reinaba una atmósfera apacible y solemne. El lugar estaba surcado por caminos
de arena conectados unos con otros de acuerdo a un patrón rectangular. En los
bordes de estos caminos se alzaban bancos de piedra ubicados a cierta distancia
unos de otros y en el medio se levantaba una fuente de piedra llena de agua y
peces.
Un
pasillo franqueado por árboles podados conducía de vuelta a un muro sombrío en
la parte vieja del castillo. Allí un recibidor de sólida construcción y apoyado
sobre pilares de madera daba a entender que este era el candelecho del
príncipe. El envigado y toda la estructura eran de un color marrón oscuro y de
aspecto sombrío, y las paredes y columnas estaban forradas de armas de todo
tipo.
En
el otro lado de la habitación se sucedían amplias ventanas de dintel alto que
daban vista a un despejado solar. En este se veían árboles y algunos setos
floridos, todo ello rodeado de pórticos. Los techos de estos, a su vez, estaban
cubiertos de jardines cuyas exhuberantes enredaderas llegaban bien abajo.
Sobre
el gran salón de la parte vieja del castillo había un gran número de
habitaciones. Una de estas hacía esquina en esa planta del edificio y ofrecía
una vista panorámica que iba desde los solares y una parte del área periférica
de la ciudadela, la parte más vieja, hasta el mar. Del otro lado de dicho
aposento se podía observar la animada actividad de la granja.
Era
aquella una estancia bella y espaciosa cuyas paredes estaban adornadas de
abigarrados dibujos y en cuyo interior se observaban aquí y allá hermosos
enseres de oro y de barro. En una esquina se veía un broncíneo diván cubierto
de pieles y provisto de un almohadón y, pegados a la pared, había varios baúles
en los que se guardaba la ropa. El piso era de tablas de abigarrados colores.
Esta
habitación era la pieza de la reina. Contiguo a la misma había otro cuarto con
armas de guerra, trofeos y utensilios. Una mesa baja y ancha, cubierta de
esquemas y dibujos, daba a entender que ésta era la sala de trabajo de un
general. En el piso se veían, aquí y allá, cojines planos. Este era el lugar de
estancia preferido de Príamo.
Al
aposento de la reina se le unían las habitaciones de las mujeres; al del rey,
las de los hombres.
En
una sección aparte del castillo a la que solo se podía acceder por el solar o
por las habitaciones de las mujeres pasaba su tiempo la supervisora de la casa.
Animada actividad reinaba en estas habitaciones, en las que alrededor de
cincuenta sirvientas de todas las edades realizaban su labor.
Anexo
al edificio del castillo viejo se alzaba el edificio nuevo, que se asemejaba a
un templo.
El
mismo estaba rodeado de magnificentes jardines y un muro alto.
Las
habitaciones del castillo estaban llenas de una gran actividad y los seres
humanos que allí se veían tenían figuras que, por su belleza, se asemejaban a
los dioses sustanciales.
En
la pieza de la reina se erguía la figura de un hombre alto y fornido provisto
de aparejo de guerra, listo para el combate. Una coraza le cubría el pecho y
sobre la cabeza llevaba un casco griego guarnecido con crines de caballo. Su
rostro grave estaba enmarcado por una barba corta y ensortijada que en su
tiempo debía de haber sido de color castaño oscuro, pero que ahora mostraba
canas en abundancia. En su boca asomaba una bella dentadura, mientras que su
nariz perfilada le daba a su rostro una expresión peculiar. En este rostro se
veían profundos surcos que daban testimonio de que este era un hombre de gran
fuerza de voluntad y curtido en mil batallas. Los ojos azulgrisáceos irradiaban
la bondadosa y alegre serenidad del ser humano maduro. Aquellos eran capaces de
destellar coraje e incluso ira, para entonces volver a irradiar bondad y amor
como los ojos de un niño feliz. Su alta frente surcada de profundas arrugas
estaba cubierta por el pesado casco. Las manos aparentaban ser de las que
agarran las cosas con decisión y hasta tosquedad y se notaba que lo mismo
sabían manejar el arado que llevar las riendas de un corcel, y que de la misma
manera que eran capaces de manejar diestramente una espada, también sabían
dirigir el trabajo en la hacienda y el ejército y de organizar la actividad en
función de cubrir las necesidades de la comunidad.
Todos
no podían menos que admirar y tener plena confianza en Príamo, que mostraba una
mesurada superioridad en todas las cosas.
Una
segunda figura se le unió: un hombre joven y alto, provisto igualmente de
aparejo de guerra, más alto y esbelto que Príamo y cuyos ágiles movimientos
daban fe de que estaba avezado en todas las habilidades del combate y en el
manejo de todo tipo de armas. El bello perfil de su rostro tenía un aire de
calidez y su tez era del color bronceado tan típico de los habitantes del Sur.
El
cabello castaño oscuro le caía en rizos cortos sobre la frente y las sienes.
También Héctor lucía el casco plateado. Sobre los hombros llevaba una manto
blanco que le tapaba la cota de malla. El cuello moreno y largo sí estaba
expuesto a la vista. Tomando impetuosamente el escudo a la vez que lanzaba un
grito, el joven se apresuró a abandonar la habitación; toda vez que se alegraba
ya de la nueva victoria que esperaba cosechar en los ejercicios de armas con
sus hermanos.
Sus
ojos grandes y negros irradiaban vitalidad y fuerza, salud y alegría de vivir.
Su aspecto todo manifestaba armonía entre cuerpo y alma, sencillez, claridad y fuerza,
sustentadas por la convicción de una voluntad heroica.
En
eso se corrió la estera que hacía las veces de puerta de la habitación contigua
y en el umbral hizo acto de aparición la figura esbelta y de blanca tez de una
moza. El vestido griego que llevaba dejaba expuestos los brazos y los hombros.
Sobre estos caía, abundante, el cabello negro y ondulado, el cual estaba sujeto
en la frente por una ancha cinta blanca. En el rostro, de perfil estrecho, y la
perfilada nariz, se parecía a Hécuba, solo que los pómulos de la joven eran más
salientes y la frente más elevada y redondeada.
Los
grandes ojos, que ya no podían ser considerados ojos de niña, eran de un
azulgrisáceo oscuro y tenían un brillo que le daba a la mirada de la joven un
aire serio. Sus pequeñas manos extendidas hacia el padre, mientras su rostro
era la viva expresión de amor y tímida veneración: así estaba parada Casandra
ante su padre, quien se disponía a emprender una campaña militar en tierras
lejanas.
El
momento en que él le había informado de sus planes se convirtió para ella en la
primera pisada en la senda de su destino. Hasta ese instante había crecido bien
protegida y bajo esmerados cuidados. Objeto del leal servicio de las
sirvientas, amada por sus hermanos y cuidadosamente salvaguardada por el ojo
vigilante de la madre, Casandra había tenido la posibilidad de crecer en un
medio gobernado por el orden y las buenas costumbres, bajo la estricta
disciplina de mujeres nobles.
Así
como un botón que aún no ha llegado al momento de la madurez es protegido y
salvaguardado por las hojas y flores que le rodean, tal había crecido en el
poderoso tronco de la casa real esta pura y excelsa flor, de suerte que en un
futuro, llegado el momento de su madurez, emitiera un resplandor que fuera mucho
más allá de los confines de este entorno protector.
¡Oh,
generación brava y soberbia, cepa madre de tan magníficos héroes, si hubieras
sabido lo que te era dado guardar y proteger en este fruto tuyo!
Sobre
los muros de Troya había rayado una Luz, la Luz que había de traer iluminación
a generaciones venideras. Mucho antes de que el gran pueblo griego pudiera
esparcir dentro de los muros de Troya el germen de la degeneración, envió la
Suprema Voluntad esta Luz.
En
la forma terrenal de sanos vástagos reales había de acondicionársele una
morada, una envoltura a este espíritu lleno de la llama divina, y
proporcionarle a dicha envoltura un suelo en el que esta pudiera medrar y
desarrollarse para convertirse en la luz de este mundo y en la salvación de la
mujer, para devenir en refrigerio y guía del espíritu, en sostén de la vida y
en la sanación de los pueblos.
Todavía
nadie en los salones de Troya estaba consciente del tremendo tesoro que se les
había confiado. Este pueblo contaba con el don de una sensibilidad innata para
todas las cosas esenciales de la vida, e igual de dotados estaban sus
príncipes. Una tribu de pastores, eso eran, una tribu cuyo punto focal, gracias
a su ubicación, había florecido hasta convertirse en una ciudad que tenía el
potencial para devenir en centro del comercio y la navegación, una ciudad que
podía convertirse además en el centro de todas las disciplinas del arte y las
ciencias y en puente al cerrado reino del Oriente.
Por
todas estas razones, Troya no tardaría en convertirse en objeto de envidia y de
miradas codiciosas, siendo observada furtivamente y hasta atacada abiertamente
desde el otro lado del mar; de modo que este pueblo de pastores, labradores y
mercaderes amantes de la paz se vio obligado a fortalecerse y convertirse en un
pueblo de héroes, cosa que logró hacer, pues era guiado por una fuerza
superior, gracias a su aptitud natural de abrirse a esta influencia, una
aptitud sana, una aptitud sencilla y grande a la vez. Y así como este pueblo
llevaba su existencia terrenal y maduraba por medio de ella, con esa misma
sencillez, lealtad y vitalidad servía a sus dioses también, cual niño puro y
confiado.
Y a este pueblo le había sido enviado, en la
persona de Casandra, desde las más sublimes alturas cuya existencia ellos ni
sospechaban, una auxiliadora para la continuación de su ascensión.
(continúa)
Una traducción Del original en alemán
Kassandra
Verwehte Zeit erwacht - Band 1 - 1935
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