terça-feira, 9 de outubro de 2018

Casandra II





Casandra

Por inspiración especial

Pura y simple, agreste y clara era esta tierra, como también lo eran las costumbres de sus habitantes. Los hombres eran pastores, labradores y guerreros. Las mujeres servían en el hogar; preparar la comida y confeccionar la vestimenta eran sus principales tareas, así como hacerse cargo del bienestar del ganado y de la servidumbre y cuidar de los niños.

Esta vida y obrar naturales hacían que sus espíritus fueran desarrollándose tranquila pero auténticamente.  Por medio de la existencia que llevaban, maduraban sin darse cuenta de ello. La clara y simple vida de las mujeres, que solo venían a abandonar sus obligaciones en la casa paterna para asumir las que le correspondían en la casa del esposo, se abría, por ley natural, a la captación de las fuerzas puras que se encontraban por encima de ellas.

Con su admiración por lo puro, sus aspiraciones no hacían sino ir en pos de lo alto. Las féminas se esforzaban por mejorar como seres humanos, y el anhelo que las colmaba, anhelo que su espíritu saciaba con el culto a los dioses, no hacía sino ennoblecerlas. Este ennoblecimiento del espíritu trataron entonces de expresarlo en acciones exteriores: comenzaron a purificarse a sí mismas y su entorno, empezaron a hacer uso de adornos y a  introducir mejoras. Por medio del donaire de su ser, ganaron en poder y se convirtieron en las guardianas de los hogares y de las casas de Dios, los cuales eran construidos por los hombres bajo su influencia.

Con gran fuerza operaba la virtud de la pureza y la lealtad mediada por las altas sustancialidades que constituían los puentes a la mujer terrenal. Los griegos las llamaban Hera y Hestia.

La figura luminosa de Hestia hacía a menudo acto de aparición en la luz de las llamas del sagrado hogar, el cual, en todas las casas, ocupaba el lugar central de la habitación más grande; tanto en la morada del más humilde e insignificante de los hombres como en la del sumamente acaudalado rey y señor. 

Los grandes salones de macizos muros se alzaban cual obra de gigantes. Altas y anchas eran las torres; pesadas las puertas; enorme el macizo rectangular y hecho de piedra que constituía el fundamento sobre el que descansaba el edificio superior construido a base de material arcilloso y áspero.–

Así fue madurando Troya en pos de un gran suceso cósmico en la Tierra; de ese modo fue siendo preparada para darle acogida a un misterio divino que ya se había consumado en el Santo Castillo de la Luz. Ya que una vez más se habría de cumplir una gran gracia en la Creación, como resultado del amor de Dios: lo que Parsifal había comenzado como Abd-rushin habría de ser culminado en la Tierra por María como Casandra.

Y en el Santo Grial se cumplió la voluntad de Dios. Constante era el bullir ardiente en el sagrado cáliz en el que el Padre vertía Su Luz por medio del Hijo.

De un blanco como el cristal y un brillar traslúcido como el del diamante, se erguía en su trono de luz dorada el Rey Parsifal. Su cabeza, que lucía el yelmo dorado y la corona de su dignidad, estaba rodeada de la luminosidad de la Paloma. Sus ojos eran claros como el oro y su copiosa cabellera plateada le llegaba a los hombros. En sus manos traslúcidas como el alabastro sostenía la Espada.

Sentada a Su derecha se encontraba María, ataviada de vestiduras de un blanco reluciente. Proveniente de un salón a la izquierda del gran pabellón, apareció la figura de Irmingard que, acompañada de un grupo de encantadoras damas, descendió las anchas y radiantes gradas y, sosteniendo en sus manos en alto el cáliz de Luz, se arrodilló ante el Rey del Santo Grial, al tiempo que le ofrecía el precioso recipiente.

Todo ello mientras se dejaba escuchar lo que parecía el armonioso tañir de grandes campanas cuyo retintín se propagaba en incontables ondas, a la vez que nuevos raudales de la más pura luz penetraban constantemente desde lo alto.

Los anchurosos pórticos estaban totalmente llenos de espíritus radiantes que formaban una multitud cuya vastedad iba más allá de donde el ojo alcanzaba a ver. Todo el Santo Castillo estaba permeado de la luminosidad y melodía de la Luz, así como de la adoración de Dios que la acompañaba.

Fue entonces que fluyó a raudales, proveniente de lo alto, una corriente intensificada de la dorada luz enviada desde el secreto divino y se dejó escuchar la voz del Padre:

«¡Que así sea!»

Y sobre la cabeza del Hijo se posó la mano del Padre para separar el Amor de la Justicia, con lo cual un manto de un negro radiante y luminoso cubrió los hombros de María.

María brillaba como la luz del sagrado cáliz que Irmingard sostenía en sus manos. Fue entonces que de lo alto fluyó a mares la fuerza del Padre, y, poniendo ambas manos sobre el Santo Grial, María se dio a orar.

Con ello se intensificó sobremanera el fulgor de la blanca luz de su corona, la cual asemejaba un resplandeciente zarcillo de rosas. Acercándose  a ella, la Reina Primordial la arropó todavía más en el manto que se le había conferido y que habría de adquirir su facultad protectora solo por medio de la fuerza de los cumplimientos. Con el hundimiento en los planos materiales de la Creación, dicho manto va cambiando para adquirir la naturaleza de la que María precisa para su protección según el plano de turno; ya que el Amor proveniente de la Justicia es tan puro que sin envolturas jamás podría subsistir en la materia, jamás subsistiría en medio de las corrientes de esos mundos entenebrecidos. Sería constantemente atacado y enturbiado por la maldad de Lucifer.

La oración de María al Señor cobró suma fuerza. Cual sagradas lenguas de fuego, los bienaventurados espíritus seguían de pie formando círculos alrededor de Parsifal su rey. Y sobre los escalones que la Azucena Pura iba enviando de plano en plano sirviéndose de la volición que le es propia, María, que seguía sumida en oración, fue descendiendo escalonadamente y de manera gradual hasta la Tierra.

En cada plano por el que pasaba hacía sentir los efectos del intenso flujo de fuerza luminosa. Los puros espíritus creados se sintieron como rejuvenecidos; así percibieron estos el paso por su esfera del amor celestial.–


Sentada en el círculo de mujeres y mozas de la majestuosa casa, Hécuba, la mujer de Príamo y madre de los más bellos héroes del país, la soberana de Troya, se encontraba ensimismada en sus pensamientos. Las mujeres estaban hilando fibras y convirtiéndolas en fino algodón para sus anchos vestidos.

En eso se alzó el fuego del hogar, y en las llamas se le apareció súbitamente a la reina un rostro que, bello y apacible, lleno de bondad y pureza, la miraba fijamente a los ojos. En este semblante se dibujaba una sonrisa amable que daba aliento e infundía ánimo.

Moviendo con dificultad su majestuosa y corpulenta figura, Hécuba se puso de pie y, con cierto cansancio, caminó hasta el hogar, donde entonces inclinó su cuerpo a fin de estar más cerca de las llamas. Se había sentido atraída allí por el rostro flamígero; sabía que la diosa tenía algo que susurrarle.

Las otras mujeres no le prestaron atención a la conducta de la reina: era usual que Hécuba se comportara de manera extraña cuando su vientre había sido bendecido. En períodos así la soberana se mostraba más distante de la gente y conectada a las fuerzas invisibles de la naturaleza,  poniendo de manifiesto una profunda beatitud y una actitud taciturna.

Esta vez, empero, su carácter austero y severo emanaba un aura mágica; su rostro, un ligero resplandor. La mujer era toda oración en el desempeño de sus labores y al lidiar con las preocupaciones diarias. Su vida estaba regida por la disciplina y el orden, y ella misma llenaba toda la casa y la corte con su constancia, su altruismo y su lealtad, mas no con calor humano. Todos la obedecían, todos la respetaban grandemente, pero nadie la amaba.

Y Hestia le susurraba a menudo desde el crepitar de las llamas consejos y palabras esperanzadores. La diosa guiaba el proceder de la mujer y le daba fuerza, una fuerza que se le hacía patente a muchos, pero cuyo origen les era desconocido a todos. Hilos luminosos, fuertes y, al mismo tiempo, de gran sutileza fluían de Hestia a Hécuba, recorriendo el ser de ésta, quien los percibía como una dádiva.

«Tienes la madurez para recibir una luz pura y excelsa»: esas fueron las palabras que las llamas le susurraron a Hécuba. Ésta, si bien las escuchó, no sabía que se referían al bebé, no sabía que aludían a la criatura en su vientre.

A partir de ese instante la casa se vio colmada de gran actividad. Figuras luminosas entraban y salían, llenando las habitaciones de una bendición de naturaleza inédita.

Hécuba le oraba a los dioses y adornaba todos los días con flores y guirnaldas la imagen de Hestia que descansaba sobre un pedestal de piedra colocado en un pequeño atrio.

Ella, en particular, se aventuraba ultramuros y recorría las colinas y pequeñas praderas a fin de recoger las florecillas blancas que allí brotaban. Grandes rebaños de pingües ovejas y ágiles cabras, cuyos pastores habitaban en estas montañas, pacían en el lugar.

Taciturnos y adustos como su reina eran estos hombres. El tono de sus flautas sonaba como el suave susurrar del viento o la mansa melancolía de las extensas estribaciones que se divisaban en el oeste. Aquél constituía la expresión de su idiosincrasia. A Hécuba le gustaba particularmente la tonada de estas flautas.

Uno de estos pastores se alegró al ver a la reina subir la colina. Desde hacía un tiempo se sentía fuertemente atraído hacia la eximia mujer, que le daba la impresión de estar bañada de una luz especial. El hombre era uno de esos seres humanos abiertos que experimentaban de manera viva en su interior el tejer del Amor de Dios. Poseído de gran amor, observaba con ojos bien abiertos el suelo patrio y cómo este se cubría de verdor y daba frutos, para entonces languidecer y marchitarse. 

Toda moción en el ánimo de sus animales le resultaba familiar; así, era capaz de adivinar los peligros que les amenazaban provenientes de enemigos de todo tipo. También le era a menudo dado ver espíritus de la tierra, del aire y del agua, así como encontrar hierbas y piedras de las que podía servirse con fines curativos.

Su rostro bello y curtido, de tez morena, estaba enmarcado por copiosos cabellos rizados; su cuerpo alto y fornido llevaba una rústica vestimenta que le llegaba a las rodillas. Los musculosos y robustos brazos y piernas permanecían al descubierto. Apoyado en el cayado del que se valía para, con leves señas, guiar el rebaño, su mirada reposaba en Ilión, que se extendía en el valle al pie de las montañas. 

Lejos llegaba la mirada de estos ojos, los cuales eran tan perspicaces que podían divisar al águila rapaz volando sobre el rebaño incluso antes de que los animales se olieran su presencia. Presa de un gran anhelo, el hombre podía pasarse largo rato contemplando la resplandorosa luz del cielo, como si quisiera hundirse en ella. De niño había sido un ser prodigioso y seguía siéndolo ahora de hombre. 

Cosas que los demás solo mencionaban en voz baja y apenas podían entender él las hablaba con la mayor naturalidad. Su vida estaba estrechamente relacionada con los animales, las plantas y los elementos. Se comunicaba con estos como si fueran de su especie, los veía como compañeros, como hermanos y amigos suyos, y los amaba más que a sí mismo. Su empeño se centraba en llegar a entender el lenguaje de estos enigmáticos seres. Ahora, lo que los hombres le decían él lo separaba en categorías y contrastaba la manera de hablar de aquéllos y su modo de expresión con los fenómenos de la naturaleza.

Para todo tenía él símiles sacados de la naturaleza, y sus valoraciones eran siempre acertadas y justas. Su saber superaba el de los demás, y a menudo el pastor bajaba a los poblados de los hombres a fin de ayudarlos. Ya fuera la preocupación por un animal lo que oprimía sus corazones, o la presencia de algun enfermedad en la casa, ahí estaba él, y siempre justo con aquello que ellos necesitaban. Los socorridos de esta manera meneaban la cabeza, mas tomaban con gratitud lo que se les ofrecía. Algunas veces, empero, sentían desasosiego, sentían temor.

La única que no le huía era Hécuba. También esta vez se dirigió hacia él con paso firme y lo saludó.

Él, empero, hizo algo que normalmente no hacía, puesto que no era un hombre dado a la cortesía exagerada. Hincándose de rodillas y sin decir palabra, alzó sus manos, sosteniendo en ellas una hierba medicinal. De manera firme e inquisitiva, miraba en los ojos de la reina.

Hécuba se detuvo en seco. Sin dar un paso más, hizo ademán de levantar al hombre:

«¿Qué me estás ofreciendo, Pericles? ¿Qué voy a hacer yo con esto?».

«Te hará falta, señora, para cuando te empiecen los dolores de parto. ¡No olvides tomarla! Habrá de fortalecerte y de llevarte a abrigar pensamientos elevados que te llenarán de bienaventuranza. Haz de cuidar de tu alma como de una casa que, clara y radiante, abre sus puertas a la luz del sol. Tienes que cuidar de tu cuerpo como un precioso receptáculo que alberga el más valioso tesoro de la Tierra. Debes darle un cambio total a tu ser interior, para que así puedas darte cuenta de la gran fortuna que le ha tocado en suerte al mundo y, de esa manera, no la pases de largo. A ti en persona te es dado recibirla, por lo pura que eres».

Hécuba estaba estupefacta. Si bien había oído las palabras, no conseguía entender su significado. Las mismas, empero, seguían resonando en el interior de la reina cual corriente consoladora cuando aquella emprendió el viaje de regreso colina abajo.
Este pastor siempre tenía para uno palabras tan enigmáticas. El idioma que hablaba se le hacía indescifrable a los hombres. Seguramente, estaba destinado a hacer muchas más cosas en el círculo de sus amigos, pero nadie lo entendía.

Pericles se quedó contemplando a la reina al partir esta.

«Rica y fría, intransigente, ciega y sorda». Con estas pocas palabras áridas, dichas casi de manera involuntaria, su espíritu, como atisbando el futuro, había expresado el destino entero de esta alma de mujer.

(continúa)




Una traducción Del original en alemán


Kassandra


Verwehte Zeit erwacht - Band 1 - 1935


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