Casandra
Por inspiración especial
Pura
y simple, agreste y clara era esta tierra, como también lo eran las costumbres
de sus habitantes. Los hombres eran pastores, labradores y guerreros. Las
mujeres servían en el hogar; preparar la comida y confeccionar la vestimenta
eran sus principales tareas, así como hacerse cargo del bienestar del ganado y
de la servidumbre y cuidar de los niños.
Esta
vida y obrar naturales hacían que sus espíritus fueran desarrollándose
tranquila pero auténticamente. Por medio de la existencia que llevaban,
maduraban sin darse cuenta de ello. La clara y simple vida de las mujeres, que
solo venían a abandonar sus obligaciones en la casa paterna para asumir las que
le correspondían en la casa del esposo, se abría, por ley natural, a la
captación de las fuerzas puras que se encontraban por encima de ellas.
Con
su admiración por lo puro, sus aspiraciones no hacían sino ir en pos de lo
alto. Las féminas se esforzaban por mejorar como seres humanos, y el anhelo que
las colmaba, anhelo que su espíritu saciaba con el culto a los dioses, no hacía
sino ennoblecerlas. Este ennoblecimiento del espíritu trataron entonces de
expresarlo en acciones exteriores: comenzaron a purificarse a sí mismas y su
entorno, empezaron a hacer uso de adornos y a introducir mejoras. Por
medio del donaire de su ser, ganaron en poder y se convirtieron en las
guardianas de los hogares y de las casas de Dios, los cuales eran construidos
por los hombres bajo su influencia.
Con
gran fuerza operaba la virtud de la pureza y la lealtad mediada por las altas
sustancialidades que constituían los puentes a la mujer terrenal. Los griegos
las llamaban Hera y Hestia.
La
figura luminosa de Hestia hacía a menudo acto de aparición en la luz de las
llamas del sagrado hogar, el cual, en todas las casas, ocupaba el lugar central
de la habitación más grande; tanto en la morada del más humilde e
insignificante de los hombres como en la del sumamente acaudalado rey y señor.
Los
grandes salones de macizos muros se alzaban cual obra de gigantes. Altas y
anchas eran las torres; pesadas las puertas; enorme el macizo rectangular y
hecho de piedra que constituía el fundamento sobre el que descansaba el
edificio superior construido a base de material arcilloso y áspero.–
Así
fue madurando Troya en pos de un gran suceso cósmico en la Tierra; de ese modo
fue siendo preparada para darle acogida a un misterio divino que ya se había
consumado en el Santo Castillo de la Luz. Ya que una vez más se habría de
cumplir una gran gracia en la Creación, como resultado del amor de Dios: lo que
Parsifal había comenzado como Abd-rushin habría de ser culminado en la Tierra
por María como Casandra.
Y
en el Santo Grial se cumplió la voluntad de Dios. Constante era el bullir
ardiente en el sagrado cáliz en el que el Padre vertía Su Luz por medio del
Hijo.
De
un blanco como el cristal y un brillar traslúcido como el del diamante, se
erguía en su trono de luz dorada el Rey Parsifal. Su cabeza, que lucía el yelmo
dorado y la corona de su dignidad, estaba rodeada de la luminosidad de la
Paloma. Sus ojos eran claros como el oro y su copiosa cabellera plateada le
llegaba a los hombros. En sus manos traslúcidas como el alabastro sostenía la
Espada.
Sentada
a Su derecha se encontraba María, ataviada de vestiduras de un blanco
reluciente. Proveniente de un salón a la izquierda del gran pabellón, apareció
la figura de Irmingard que, acompañada de un grupo de encantadoras damas,
descendió las anchas y radiantes gradas y, sosteniendo en sus manos en alto el
cáliz de Luz, se arrodilló ante el Rey del Santo Grial, al tiempo que le
ofrecía el precioso recipiente.
Todo
ello mientras se dejaba escuchar lo que parecía el armonioso tañir de grandes
campanas cuyo retintín se propagaba en incontables ondas, a la vez que nuevos
raudales de la más pura luz penetraban constantemente desde lo alto.
Los
anchurosos pórticos estaban totalmente llenos de espíritus radiantes que
formaban una multitud cuya vastedad iba más allá de donde el ojo alcanzaba a
ver. Todo el Santo Castillo estaba permeado de la luminosidad y melodía de la
Luz, así como de la adoración de Dios que la acompañaba.
Fue
entonces que fluyó a raudales, proveniente de lo alto, una corriente
intensificada de la dorada luz enviada desde el secreto divino y se dejó
escuchar la voz del Padre:
«¡Que así sea!»
Y
sobre la cabeza del Hijo se posó la mano del Padre para separar el Amor de la
Justicia, con lo cual un manto de un negro radiante y luminoso cubrió los hombros
de María.
María
brillaba como la luz del sagrado cáliz que Irmingard sostenía en sus manos. Fue
entonces que de lo alto fluyó a mares la fuerza del Padre, y, poniendo ambas
manos sobre el Santo Grial, María se dio a orar.
Con
ello se intensificó sobremanera el fulgor de la blanca luz de su corona, la
cual asemejaba un resplandeciente zarcillo de rosas. Acercándose a ella,
la Reina Primordial la arropó todavía más en el manto que se le había conferido
y que habría de adquirir su facultad protectora solo por medio de la fuerza de
los cumplimientos. Con el hundimiento en los planos materiales de la Creación,
dicho manto va cambiando para adquirir la naturaleza de la que María precisa
para su protección según el plano de turno; ya que el Amor proveniente de la
Justicia es tan puro que sin envolturas jamás podría subsistir en la materia,
jamás subsistiría en medio de las corrientes de esos mundos entenebrecidos.
Sería constantemente atacado y enturbiado por la maldad de Lucifer.
La
oración de María al Señor cobró suma fuerza. Cual sagradas lenguas de fuego,
los bienaventurados espíritus seguían de pie formando círculos alrededor de
Parsifal su rey. Y sobre los escalones que la Azucena Pura iba enviando de
plano en plano sirviéndose de la volición que le es propia, María, que seguía
sumida en oración, fue descendiendo escalonadamente y de manera gradual hasta
la Tierra.
En
cada plano por el que pasaba hacía sentir los efectos del intenso flujo de
fuerza luminosa. Los puros espíritus creados se sintieron como rejuvenecidos;
así percibieron estos el paso por su esfera del amor celestial.–
Sentada
en el círculo de mujeres y mozas de la majestuosa casa, Hécuba, la mujer de
Príamo y madre de los más bellos héroes del país, la soberana de Troya, se
encontraba ensimismada en sus pensamientos. Las mujeres estaban hilando fibras
y convirtiéndolas en fino algodón para sus anchos vestidos.
En
eso se alzó el fuego del hogar, y en las llamas se le apareció súbitamente a la
reina un rostro que, bello y apacible, lleno de bondad y pureza, la miraba
fijamente a los ojos. En este semblante se dibujaba una sonrisa amable que daba
aliento e infundía ánimo.
Moviendo
con dificultad su majestuosa y corpulenta figura, Hécuba se puso de pie y, con
cierto cansancio, caminó hasta el hogar, donde entonces inclinó su cuerpo a fin
de estar más cerca de las llamas. Se había sentido atraída allí por el rostro
flamígero; sabía que la diosa tenía algo que susurrarle.
Las
otras mujeres no le prestaron atención a la conducta de la reina: era usual que
Hécuba se comportara de manera extraña cuando su vientre había sido bendecido.
En períodos así la soberana se mostraba más distante de la gente y conectada a
las fuerzas invisibles de la naturaleza, poniendo de manifiesto una
profunda beatitud y una actitud taciturna.
Esta
vez, empero, su carácter austero y severo emanaba un aura mágica; su rostro, un
ligero resplandor. La mujer era toda oración en el desempeño de sus labores y
al lidiar con las preocupaciones diarias. Su vida estaba regida por la
disciplina y el orden, y ella misma llenaba toda la casa y la corte con su
constancia, su altruismo y su lealtad, mas no con calor humano. Todos la
obedecían, todos la respetaban grandemente, pero nadie la amaba.
Y
Hestia le susurraba a menudo desde el crepitar de las llamas consejos y
palabras esperanzadores. La diosa guiaba el proceder de la mujer y le daba
fuerza, una fuerza que se le hacía patente a muchos, pero cuyo origen les era
desconocido a todos. Hilos luminosos, fuertes y, al mismo tiempo, de gran
sutileza fluían de Hestia a Hécuba, recorriendo el ser de ésta, quien los
percibía como una dádiva.
«Tienes
la madurez para recibir una luz pura y excelsa»: esas fueron las palabras que
las llamas le susurraron a Hécuba. Ésta, si bien las escuchó, no sabía que se
referían al bebé, no sabía que aludían a la criatura en su vientre.
A
partir de ese instante la casa se vio colmada de gran actividad. Figuras
luminosas entraban y salían, llenando las habitaciones de una bendición de
naturaleza inédita.
Hécuba
le oraba a los dioses y adornaba todos los días con flores y guirnaldas la
imagen de Hestia que descansaba sobre un pedestal de piedra colocado en un
pequeño atrio.
Ella,
en particular, se aventuraba ultramuros y recorría las colinas y pequeñas praderas
a fin de recoger las florecillas blancas que allí brotaban. Grandes rebaños de
pingües ovejas y ágiles cabras, cuyos pastores habitaban en estas montañas,
pacían en el lugar.
Taciturnos
y adustos como su reina eran estos hombres. El tono de sus flautas sonaba como
el suave susurrar del viento o la mansa melancolía de las extensas
estribaciones que se divisaban en el oeste. Aquél constituía la expresión de su
idiosincrasia. A Hécuba le gustaba particularmente la tonada de estas flautas.
Uno
de estos pastores se alegró al ver a la reina subir la colina. Desde hacía un
tiempo se sentía fuertemente atraído hacia la eximia mujer, que le daba la
impresión de estar bañada de una luz especial. El hombre era uno de esos seres
humanos abiertos que experimentaban de manera viva en su interior el tejer del
Amor de Dios. Poseído de gran amor, observaba con ojos bien abiertos el suelo
patrio y cómo este se cubría de verdor y daba frutos, para entonces languidecer
y marchitarse.
Toda
moción en el ánimo de sus animales le resultaba familiar; así, era capaz de
adivinar los peligros que les amenazaban provenientes de enemigos de todo tipo.
También le era a menudo dado ver espíritus de la tierra, del aire y del agua,
así como encontrar hierbas y piedras de las que podía servirse con fines
curativos.
Su
rostro bello y curtido, de tez morena, estaba enmarcado por copiosos cabellos
rizados; su cuerpo alto y fornido llevaba una rústica vestimenta que le llegaba
a las rodillas. Los musculosos y robustos brazos y piernas permanecían al
descubierto. Apoyado en el cayado del que se valía para, con leves señas, guiar
el rebaño, su mirada reposaba en Ilión, que se extendía en el valle al pie de
las montañas.
Lejos
llegaba la mirada de estos ojos, los cuales eran tan perspicaces que podían
divisar al águila rapaz volando sobre el rebaño incluso antes de que los
animales se olieran su presencia. Presa de un gran anhelo, el hombre podía
pasarse largo rato contemplando la resplandorosa luz del cielo, como si
quisiera hundirse en ella. De niño había sido un ser prodigioso y seguía
siéndolo ahora de hombre.
Cosas
que los demás solo mencionaban en voz baja y apenas podían entender él las
hablaba con la mayor naturalidad. Su vida estaba estrechamente relacionada con
los animales, las plantas y los elementos. Se comunicaba con estos como si
fueran de su especie, los veía como compañeros, como hermanos y amigos suyos, y
los amaba más que a sí mismo. Su empeño se centraba en llegar a entender el
lenguaje de estos enigmáticos seres. Ahora, lo que los hombres le decían él lo
separaba en categorías y contrastaba la manera de hablar de aquéllos y su modo
de expresión con los fenómenos de la naturaleza.
Para
todo tenía él símiles sacados de la naturaleza, y sus valoraciones eran siempre
acertadas y justas. Su saber superaba el de los demás, y a menudo el pastor
bajaba a los poblados de los hombres a fin de ayudarlos. Ya fuera la
preocupación por un animal lo que oprimía sus corazones, o la presencia de
algun enfermedad en la casa, ahí estaba él, y siempre justo con aquello que
ellos necesitaban. Los socorridos de esta manera meneaban la cabeza, mas
tomaban con gratitud lo que se les ofrecía. Algunas veces, empero, sentían
desasosiego, sentían temor.
La
única que no le huía era Hécuba. También esta vez se dirigió hacia él con paso
firme y lo saludó.
Él,
empero, hizo algo que normalmente no hacía, puesto que no era un hombre dado a
la cortesía exagerada. Hincándose de rodillas y sin decir palabra, alzó sus
manos, sosteniendo en ellas una hierba medicinal. De manera firme e
inquisitiva, miraba en los ojos de la reina.
Hécuba
se detuvo en seco. Sin dar un paso más, hizo ademán de levantar al hombre:
«¿Qué
me estás ofreciendo, Pericles? ¿Qué voy a hacer yo con esto?».
«Te
hará falta, señora, para cuando te empiecen los dolores de parto. ¡No olvides
tomarla! Habrá de fortalecerte y de llevarte a abrigar pensamientos elevados
que te llenarán de bienaventuranza. Haz de cuidar de tu alma como de una casa
que, clara y radiante, abre sus puertas a la luz del sol. Tienes que cuidar de
tu cuerpo como un precioso receptáculo que alberga el más valioso tesoro de la
Tierra. Debes darle un cambio total a tu ser interior, para que así puedas
darte cuenta de la gran fortuna que le ha tocado en suerte al mundo y, de esa
manera, no la pases de largo. A ti en persona te es dado recibirla, por lo pura
que eres».
Hécuba
estaba estupefacta. Si bien había oído las palabras, no conseguía entender su
significado. Las mismas, empero, seguían resonando en el interior de la reina
cual corriente consoladora cuando aquella emprendió el viaje de regreso colina
abajo.
Este
pastor siempre tenía para uno palabras tan enigmáticas. El idioma que hablaba
se le hacía indescifrable a los hombres. Seguramente, estaba destinado a hacer muchas
más cosas en el círculo de sus amigos, pero nadie lo entendía.
Pericles
se quedó contemplando a la reina al partir esta.
«Rica y fría, intransigente, ciega y sorda». Con
estas pocas palabras áridas, dichas casi de manera involuntaria, su espíritu,
como atisbando el futuro, había expresado el destino entero de esta alma de
mujer.
(continúa)
Una traducción Del original en alemán
Kassandra
Verwehte Zeit erwacht - Band 1 - 1935
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