Casandra
Por inspiración especial
La
noche había caído sobre Troya, y en los pastizales reinaba el silencio. Las
ovejas y cabras ya se habían recogido ordenadamente y sin equivocar el lugar
individual que les correspondía. La respiración de los animales era baja, como
si trataran de escuchar algo. El sonido de las flautas se dejaba oír
ocasionalmente apenas, como saludo de buenas noches de los pastores dispersos
por la sierra. En el cielo nocturno ya asomaban, claras y resplandecientes, las
primeras estrellas, y el alma de Pericles se vio presa de una gran solemnidad.
El
hombre sentía como si del este se acercaran huestes luminosas, salvando
montañas, ríos y bosques en su marcha; era como si escuchara el canto jubiloso
de voces cuya melodiosidad no tenía parangón.
De
repente sintió como unos dedos delicados y fríos que le tocaban suavemente la
coronilla, y alzó la vista. Deslumbrado, empero, se vio obligado a cerrar los
ojos. No fue sino tras unos instantes de desasosiego que, entonces, pudo
percatarse con claridad de que delante de él se alzaba, envuelto en un rayo de
luz, un apuesto joven que le dirigía la palabra. Pero la voz que le hablaba era
tan excelsa y tan potente que apenas alcanzaba a captar de entre el gran
bramido el significado de lo dicho.
«Soy
un mensajero de Dios», dijo el luminoso, «y vengo a anunciarte una gran
fortuna. ¡Ve, Pericles, y dile lo siguiente a todos aquellos que lo quieran
creer: sobre Troya raya una gran Luz. Si reconocéis esta Luz, la misma os dará
vida a manos llenas. Si no la reconocéis, empero, seréis de la Muerte».
Abrumado
por la debilidad que lo había invadido bajo la potente presión de la Luz,
Pericles se había hincado de hinojos y, completamente pálido, tiritaba de frío.
La fuerza del ángel anunciador había sido demasiado para él.
En
un esfuerzo supremo, sin embargo, consiguió hacer una pregunta:
«¿Y
cómo habremos de encontrar esta Luz, señor?»
«Ya
la verás en el momento de su venida. Una paloma luminosa se cernerá sobre la
casa».
El
luminoso sopló sobre el hombre y desapareció como por arte de magia.
Una
gran agitación se apoderó del mundo. A Pericles ello no le pasó desapercibido.
Sus delicados órganos sensoriales se volvieron aún más aguzados. Él, que todo
el tiempo estaba estrechamente conectado a la naturaleza y era uno con ella,
ahora percibía el resucitar de plantas y animales. Era como si todos los seres
se estiraran cuan largos eran y, rejuvenecidos, asumieran una postura más
erguida, buscando así las alturas. El murmurar del aire se intensificó, el
susurrar de ríos y manantiales aumentó notablemente.
Del
cielo a la tierra parecía haberse formado un conducto radiante que asemejaba
una clara y sutil senda de luz.
Esta
corriente luminosa tocaba su alma de una manera particularmente enigmática, se
podría hasta decir que con deferencia.
Con
total libertad le habló Pericles de ello a sus conocidos, mas estos miraban al
cielo con detenimiento y no veían nada. Sin embargo, se decían confiados:
«Seguramente,
es como Pericles dice».
Pericles
los estaba preparando para la llegada de la gran Luz a la Tierra.
Y
los pastores le creían, mas no reflexionaban sobre lo dicho. Tampoco sentían
ese intenso que gozo que solo le es dado experimentar al espíritu que está
listo y preparado para el Amor de Dios. Aguardaban no más a ver qué iba a
pasar. –Una zorra que irrumpiera en el rebaño o una oveja enferma ocupaban su
atención con mucha mayor facilidad.
Pericles
percibía esto. No le causó sorpresa que así fuera, y lo que hizo fue dejar de
hablar de sus visiones. Cuanto más callaba, empero, tanto mayor era la
intensidad con que percibía todas las fuerzas excelsas que se le acercaban
provenientes de lo etéreo.
El
hombre oteaba la soñolienta ciudad, que estaba envuelta en una sutil niebla
noctura. En algunas casas y puertas se podía ver la trémula luz de las
antorchas, los heraldos de la noche. En el este el añil del cielo ya había dado
paso a una oscuridad incolora; en el oeste, en cambio, todavía había claridad
en el firmamento y un ribete rojizo bordeaba el mar.
Todas
las sustancialidades de la naturaleza se habían esfumado. A él, sin embargo, le
parecía como si de su ser interior proviniera un claro resplandor, una luz como
la de una lámpara. Pericles miró a su alrededor, pues se decía que debía
tratarse de algún pastor que se acercaba con una luz. Mas no era así. Entonces
hizo un esfuerzo por concentrarse y se postró en el suelo; ya que no le cabía
en el corazón todo lo que sentía; y el hombre se puso orar. La respuesta sin
palabras que recibió a sus interrogantes le hizo bien. Ahora tenía claro que
aguardaba por algo, algo grande que embargaría su espíritu poderosamente. Y
Pericles se acordó del mensajero de Dios.
¿Qué
era lo que éste había dicho? «Soy un mensajero de Dios». ¿De qué Dios habría
hablado? Mientras pensaba sobre ello, totalmente libre de ataduras y lleno de
confianza, lleno de humildad, resonó una voz de dentro de él con toda claridad:
«Dios
hay uno solo. Y todos Le servimos; nosotros no somos más que los efectos del
operar de Su voluntad».
Al
hombre la cabeza le daba vueltas: todo esto era tan nuevo para él.
El
cielo se había vestido de noche y las estrellas brillaban como suelen hacerlo
en las noches de lluvia cuando sopla un viento cálido, limpiando la atmósfera.
Sobre la tierra con olor a humedad reposaba una ligera pesadez.
En
eso fue como si descendiera del cielo un fulgurante torrente de fuego. Por apenas
un segundo toda la zona quedó envuelta en una luz blanca. Pericles quiso cerrar
los ojos, mas algo lo obligó a mantenerlos bien abiertos.
Fue
así como en lo alto vio una paloma de un blanco deslumbrante que llevaba en el
pico una rosa dorada. El ave se movía con suavidad por el cielo, hasta que
descendió sobre el castillo de Príamo y desapareció de la vista del pastor.
Pericles
se incorporó y, abandonando su rebaño, se encaminó a toda prisa hacia la
ciudad, a fin de contárselo al rey.
Y
cual tañir de campanas, resonaba en su alma una gran alegría:
«Dios
hay uno solo, y la Luz que acaba de llegarte desde lo alto viene de ÉL».
Fue
así como el pastor compareció ante Príamo y le contó el maravilloso suceso que
le había acontecido.
Príamo
lo escuchó. Como correspondía con su manera de ser clara y bondadosa, lo dejó
hablar. Mas él personalmente era un hombre demasiado pragmático como para
entender semejante vivencia en toda su profundidad.
El
rey lo que sabía era que los pastores eran gente especial, gente muy
particular. Y si bien les creía –y sobre todo, acerca de la sabiduría de
Pericles ya había escuchado muchas cosas buenas– con su manera de ser simple y
sencilla, y cargado como estaba de todas las preocupaciones de la existencia
terrenal, poco se interesaba por esos sutiles procesos meditativos del alma.
«Me
traes un mensaje en el mismo momento en que me acaba de nacer una niña,
Pericles. Puede que la niña esté bajo la protección especial de los dioses. Más
de eso ya escapa al entendimiento humano. Pongamos nuestro empeño fiel en hacer
lo correcto, y ya con ello estaremos sirviendo a los dioses. Las cosas de la
eternidad pueden esperar hasta el momento de la muerte».
Fue
como si esas palabras suscitaran una tormenta en el espíritu del pastor, que
entonces dijo:
«¡Ten
cuidado, Príamo! ¡Acuérdate de mis palabras, una por una; ya que estas son de
un gran peso. No soy yo quien las ha dicho, sino el mensajero de Dios, el cual
no viene por nimiedades cotidianas. No pienses solo en la protección divina de
la criatura; ten en cuenta también la amenaza que encerraba su mensaje: «¡Sobre
Troya raya una luz! Si reconocéis esta luz, la misma os dará vida a manos
llenas. Si no la reconocéis, empero, ¡seréis de la Muerte!». –Las voz del
pastor tenía un timbre amenazador.
En
ese momento emprendió su curso un tremendo destino humano, mas los hombres ni
se percataron de ello.
Pericles
no encontraba paz ni sosiego. Caminaba toda la ciudad, iba a ver a los pastores
y a los labradores, abandonó incluso su rebaño, todo con tal de proclamar las
palabras del ángel. Se le acercó también a los pescadores, que habrían de
llevar el mensaje a las islas allende los mares. Visitaba además a los
mercaderes que recalaban en las playas de Troya, a fin de que en sus navíos
llevaran el mensaje a otras tierras.
Mas
Hécuba, la madre de la pequeña, no estaba dispuesta a tolerar esto. Primero le
hizo llegar una orden de que no hablara más, para que no inquietara a la gente.
Después le comunicó una amenaza a su persona; hasta que, a la tercera, lo
desterró del país.
Pericles
caminaba afligido por Troya, y al llegar a la playa, se sacudió el polvo de su
calzado de piel, el cual incluso dejó allí mismo.
«Dile
a Hécuba lo siguiente: El destino de Troya no va a hacer quedar al mensaje del ángel
como una mentira, sino que las palabras se habrán de cumplir como no cambiéis:
Si no reconocéis la Luz, empero, ¡seréis de la Muerte!».
Estas
palabras se las transmitió a uno de los suyos como un último mensaje.
Y sobre Troya descendió un pesado y oscuro
nubarrón que nada bueno anunciaba, mientras que el único ser humano en el que
germinaba el grano de la Verdad abandonaba el país.–
(continúa)
Una traducción Del original en alemán
Kassandra
Verwehte Zeit erwacht - Band 1 - 1935
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