segunda-feira, 15 de outubro de 2018

Casandra III






Casandra

Por inspiración especial

La noche había caído sobre Troya, y en los pastizales reinaba el silencio. Las ovejas y cabras ya se habían recogido ordenadamente y sin equivocar el lugar individual que les correspondía. La respiración de los animales era baja, como si trataran de escuchar algo. El sonido de las flautas se dejaba oír ocasionalmente apenas, como saludo de buenas noches de los pastores dispersos por la sierra. En el cielo nocturno ya asomaban, claras y resplandecientes, las primeras estrellas, y el alma de Pericles se vio presa de una gran solemnidad.

El hombre sentía como si del este se acercaran huestes luminosas, salvando montañas, ríos y bosques en su marcha; era como si escuchara el canto jubiloso de voces cuya melodiosidad no tenía parangón.

De repente sintió como unos dedos delicados y fríos que le tocaban suavemente la coronilla, y alzó la vista. Deslumbrado, empero, se vio obligado a cerrar los ojos. No fue sino tras unos instantes de desasosiego que, entonces, pudo percatarse con claridad de que delante de él se alzaba, envuelto en un rayo de luz, un apuesto joven que le dirigía la palabra. Pero la voz que le hablaba era tan excelsa y tan potente que apenas alcanzaba a captar de entre el gran bramido el significado de lo dicho.

«Soy un mensajero de Dios», dijo el luminoso, «y vengo a anunciarte una gran fortuna. ¡Ve, Pericles, y dile lo siguiente a todos aquellos que lo quieran creer: sobre Troya raya una gran Luz. Si reconocéis esta Luz, la misma os dará vida a manos llenas. Si no la reconocéis, empero, seréis de la Muerte».

Abrumado por la debilidad que lo había invadido bajo la potente presión de la Luz, Pericles se había hincado de hinojos y, completamente pálido, tiritaba de frío. La fuerza del ángel anunciador había sido demasiado para él.

En un esfuerzo supremo, sin embargo, consiguió hacer una pregunta:

«¿Y cómo habremos de encontrar esta Luz, señor?»

«Ya la verás en el momento de su venida. Una paloma luminosa se cernerá sobre la casa».

El luminoso sopló sobre el hombre y desapareció como por arte de magia.
  
Una gran agitación se apoderó del mundo. A Pericles ello no le pasó desapercibido. Sus delicados órganos sensoriales se volvieron aún más aguzados. Él, que todo el tiempo estaba estrechamente conectado a la naturaleza y era uno con ella, ahora percibía el resucitar de plantas y animales. Era como si todos los seres se estiraran cuan largos eran y, rejuvenecidos, asumieran una postura más erguida, buscando así las alturas. El murmurar del aire se intensificó, el susurrar de ríos y manantiales aumentó notablemente.

Del cielo a la tierra parecía haberse formado un conducto radiante que asemejaba una clara y sutil senda de luz.

Esta corriente luminosa tocaba su alma de una manera particularmente enigmática, se podría hasta decir que con deferencia.

Con total libertad le habló Pericles de ello a sus conocidos, mas estos miraban al cielo con detenimiento y no veían nada. Sin embargo, se decían confiados:

«Seguramente, es como Pericles dice».

Pericles los estaba preparando para la llegada de la gran Luz a la Tierra.

Y los pastores le creían, mas no reflexionaban sobre lo dicho. Tampoco sentían ese intenso que gozo que solo le es dado experimentar al espíritu que está listo y preparado para el Amor de Dios. Aguardaban no más a ver qué iba a pasar. –Una zorra que irrumpiera en el rebaño o una oveja enferma ocupaban su atención con mucha mayor facilidad.

Pericles percibía esto. No le causó sorpresa que así fuera, y lo que hizo fue dejar de hablar de sus visiones. Cuanto más callaba, empero, tanto mayor era la intensidad con que percibía todas las fuerzas excelsas que se le acercaban provenientes de lo etéreo.

El hombre oteaba la soñolienta ciudad, que estaba envuelta en una sutil niebla noctura. En algunas casas y puertas se podía ver la trémula luz de las antorchas, los heraldos de la noche. En el este el añil del cielo ya había dado paso a una oscuridad incolora; en el oeste, en cambio, todavía había claridad en el firmamento y un ribete rojizo bordeaba el mar.

Todas las sustancialidades de la naturaleza se habían esfumado. A él, sin embargo, le parecía como si de su ser interior proviniera un claro resplandor, una luz como la de una lámpara. Pericles miró a su alrededor, pues se decía que debía tratarse de algún pastor que se acercaba con una luz. Mas no era así. Entonces hizo un esfuerzo por concentrarse y se postró en el suelo; ya que no le cabía en el corazón todo lo que sentía; y el hombre se puso orar. La respuesta sin palabras que recibió a sus interrogantes le hizo bien. Ahora tenía claro que aguardaba por algo, algo grande que embargaría su espíritu poderosamente. Y Pericles se acordó del mensajero de Dios.

¿Qué era lo que éste había dicho? «Soy un mensajero de Dios». ¿De qué Dios habría hablado? Mientras pensaba sobre ello, totalmente libre de ataduras y lleno de confianza, lleno de humildad, resonó una voz de dentro de él con toda claridad:

«Dios hay uno solo. Y todos Le servimos; nosotros no somos más que los efectos del operar de Su voluntad».

Al hombre la cabeza le daba vueltas: todo esto era tan nuevo para él.

El cielo se había vestido de noche y las estrellas brillaban como suelen hacerlo en las noches de lluvia cuando sopla un viento cálido, limpiando la atmósfera. Sobre la tierra con olor a humedad reposaba una ligera pesadez.

En eso fue como si descendiera del cielo un fulgurante torrente de fuego. Por apenas un segundo toda la zona quedó envuelta en una luz blanca. Pericles quiso cerrar los ojos, mas algo lo obligó a mantenerlos bien abiertos.

Fue así como en lo alto vio una paloma de un blanco deslumbrante que llevaba en el pico una rosa dorada. El ave se movía con suavidad por el cielo, hasta que descendió sobre el castillo de Príamo y desapareció de la vista del pastor.

Pericles se incorporó y, abandonando su rebaño, se encaminó a toda prisa hacia la ciudad, a fin de contárselo al rey.

Y cual tañir de campanas, resonaba en su alma una gran alegría:

«Dios hay uno solo, y la Luz que acaba de llegarte desde lo alto viene de ÉL». 


Fue así como el pastor compareció ante Príamo y le contó el maravilloso suceso que le había acontecido.

Príamo lo escuchó. Como correspondía con su manera de ser clara y bondadosa, lo dejó hablar. Mas él personalmente era un hombre demasiado pragmático como para entender semejante vivencia en toda su profundidad.

El rey lo que sabía era que los pastores eran gente especial, gente muy particular. Y si bien les creía –y sobre todo, acerca de la sabiduría de Pericles ya había escuchado muchas cosas buenas– con su manera de ser simple y sencilla, y cargado como estaba de todas las preocupaciones de la existencia terrenal, poco se interesaba por esos sutiles procesos meditativos del alma.

«Me traes un mensaje en el mismo momento en que me acaba de nacer una niña, Pericles. Puede que la niña esté bajo la protección especial de los dioses. Más de eso ya escapa al entendimiento humano. Pongamos nuestro empeño fiel en hacer lo correcto, y ya con ello estaremos sirviendo a los dioses. Las cosas de la eternidad pueden esperar hasta el momento de la muerte».

Fue como si esas palabras suscitaran una tormenta en el espíritu del pastor, que entonces dijo:

«¡Ten cuidado, Príamo! ¡Acuérdate de mis palabras, una por una; ya que estas son de un gran peso. No soy yo quien las ha dicho, sino el mensajero de Dios, el cual no viene por nimiedades cotidianas. No pienses solo en la protección divina de la criatura; ten en cuenta también la amenaza que encerraba su mensaje: «¡Sobre Troya raya una luz! Si reconocéis esta luz, la misma os dará vida a manos llenas. Si no la reconocéis, empero, ¡seréis de la Muerte!». –Las voz del pastor tenía un timbre amenazador.

En ese momento emprendió su curso un tremendo destino humano, mas los hombres ni se percataron de ello.

Pericles no encontraba paz ni sosiego. Caminaba toda la ciudad, iba a ver a los pastores y a los labradores, abandonó incluso su rebaño, todo con tal de proclamar las palabras del ángel. Se le acercó también a los pescadores, que habrían de llevar el mensaje a las islas allende los mares. Visitaba además a los mercaderes que recalaban en las playas de Troya, a fin de que en sus navíos llevaran el mensaje a otras tierras.

Mas Hécuba, la madre de la pequeña, no estaba dispuesta a tolerar esto. Primero le hizo llegar una orden de que no hablara más, para que no inquietara a la gente. Después le comunicó una amenaza a su persona; hasta que, a la tercera, lo desterró del país.

Pericles caminaba afligido por Troya, y al llegar a la playa, se sacudió el polvo de su calzado de piel, el cual incluso dejó allí mismo.

«Dile a Hécuba lo siguiente: El destino de Troya no va a hacer quedar al mensaje del ángel como una mentira, sino que las palabras se habrán de cumplir como no cambiéis: Si no reconocéis la Luz, empero, ¡seréis de la Muerte!». 

Estas palabras se las transmitió a uno de los suyos como un último mensaje.

Y sobre Troya descendió un pesado y oscuro nubarrón que nada bueno anunciaba, mientras que el único ser humano en el que germinaba el grano de la Verdad abandonaba el país.–



(continúa)





Una traducción Del original en alemán


Kassandra


Verwehte Zeit erwacht - Band 1 - 1935


Nenhum comentário:

Postar um comentário