Casandra
Por inspiración especial
Así
hasta que llegó el gran día para los griegos. Estos estuvieron trabajando
incansablemente, y nadie tenía idea de lo que hacían. En la noche, empero,
cundió de repente una calma absoluta alrededor de la ciudad: ni un ataque, ni
un solo ladrido de perro, ni un relinchar de los caballos. La calma parecía casi
siniestra, mas venía muy bien; muy duras que habían sido para Troya las últimas
semanas. El hambre había hecho acto de presencia después de todo; debido a la
escasez de agua, todos los animales habían sido sacrificados. El pan también
escaseaba, pues dos de los inmensos graneros habían sucumbido a un fuego.
Cual
espectros deambulaban a rastras los viejos y los niños, toda vez que había que
tener en consideración a los hombres y los adolescentes, de modo que estos
recibían más comida. Pero aun así ellos también estaban enjutos y atenazados
por el cansancio. La escualidez y las enfermedades se fueron propagando cada
vez más. Los médicos apenas podían con todo el trabajo, y los fuegos, que
hacían las veces de sepulcro de los fallecidos, ardían día y noche. Las negras
aves de la muerte cubrían el cielo de Troya.
Los
jóvenes héroes no podían estarse tranquilos: querían lanzar un ataque. Pero
Príamo se los prohibió terminantemente. Jamás lo habían visto tan irascible.
¿Qué querría el viejo entonces: condenarlos a todos a morir de hambre y a
esperar con las manos cruzadas hasta que llegara el fin? Enojados, hacían
conjeturas entre ellos.
El
desenlace fue muy diferente a lo que todos esperaban. Al rayar el alba, el
guardia apostado en la atalaya hizo sonar el cuerno con gran júbilo. ¿Qué tipo
de tonada sería esa? A todos se les heló la sangre. ¿Sería alarma o alegría lo
que expresaba? Una vez más se dejó escuchar el sonido de la tuba; cada vez más
alto resonaba esta por toda la ciudad en expresión de júbilo. Todos salieron
corriendo hacia las torres, los techos y las murallas; Casandra una de las
primeras.
El
ponto estaba calmo y desolado, liso cual espejo, y en toda su vastedad no se
observaba un solo barco. ¿Qué habría sido de los bajeles griegos? ¿Y su campamento?
Todavía se veía parte del equipamiento disperso por doquier: armas para
embestir las murallas, piedras, lanzapiedras; mas todo parecía inservible. Y
¿qué era eso allí en la playa? ¿Acaso un animal gigantesco?
De
aspecto rígido y de burda construcción, se alzaba en el lugar una figura alta y
de cuatro patas, la copia de un caballo griego. Casandra, al verla, sintió
desazón y zozobra. Todos los demás, empero, exultaban de gozo. Las puertas de
la ciudad se abrieron de par en par, y el pueblo salió en masa a la claridad de
la luz del sol. ¡Libres por fin, después de la presión de diez años de guerra!;
¡un verdadero regalo de los dioses!
Jubilosos,
apenas se conocían a sí mismos de tanta felicidad que sentían; saltando como
niños, se abrazaban unos a otros. Tan solo unos pocos, como Héctor y Príamo, se
mostraban precavidos y sacudían la cabeza, mas el pueblo se entregaba de lleno
a esta alegría. Así, la gente se puso en marcha hacia la playa y, contentos,
pasaron por los campamentos abandonados, donde hallaron pan y vino en grandes
cantidades. Alegres y llenos de gratitud, se daban tan solo a disfrutar el
momento.
De
repente, se oyó un clamor en la muchedumbre:
«¡Vamos
a llevar el caballo a la ciudadela!».
Y
valiéndose de escaleras, subieron al caballo, que era bien alto, y le tejieron
coronas y lo engalanaron como si fuera un animal sacrificatorio.
En
eso se oyó, proveniente de la atalaya, una voz estridente y amenazante:
«¡Ay,
pobres de vosotros, pobre de ti, Troya! ¡No os dejéis tentar y prestad oídos a
la advertencia: pegadle fuego al coloso, hasta que de éste no quede más que
polvo y cenizas!».
Prodújose
un silencio total, el cual vino seguido de un murmurar, voces de protesta
cargadas de resentimiento, y carcajadas estridentes y preñadas de burla.
Silencio de nuevo.
La
multitud procedió a colocar el animal sobre cilindros, para así poderlo
mover, y de nuevo dejose escuchar el llamado de advertencia.
«¡Ay,
pobre de Troya!; ¡no paséis por alto la advertencia: reducid el animal a
cenizas!».
Y Príamo ordenó que, por lo pronto, dejaran al
coloso donde estaba. Fue así como la multitud, malhumorada y maldiciendo a
Casandra, regresó a la ciudad.
(continúa)
Una traducción Del original en alemán
Kassandra
Verwehte Zeit erwacht - Band 1 - 1935
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