Casandra
Por inspiración especial
Todo
el día se lo pasó la ciudad sumida en un éxtasis de júbilo y alegría, sus
calles llenas del griterío de la gente. Mayor diferencia entre ese día y la
jornada anterior no podía uno imaginarse. Engalanada con coronas, agitando
pañuelos de abigarrados colores y bailando al sonido de las flautas, así se
movía la multitud por las calles de Troya.
En
la gran plaza frente al templo encendieron un fuego en el que arrojaban flores
y frutos y que mantuvieron vivo hasta la noche. En los templos se entonaron
cánticos de gratitud, y ataviados completamente de blanco, movíanse los
sacerdotes de un lado a otro, recitando plegarias y propagando aromáticas
fragancias. Frente a las casas fulguraban boles en los que ardían llamas
multicolores; hubo quienes empinaron volátiles ardientes, y la gente arrojaba
flores desde las ventanas de sus moradas. El júbilo no tenía parangón.
Hasta
que llegó la noche. Allá en el oeste, donde el cielo se unía con el mar, se
veía brillar el último ribete del sol enrojecido; las estrellas ya poblaban con
su fulgor la bóveda celeste y sobre Troya brillaba el resplandor de fuegos
festivos. En eso salió un grupo por la gran puerta de la ciudad, haciendo caso
omiso de las advertencias de Casandra y las órdenes de Príamo.
Allí,
frente a las murallas de la ciudad, alzábanse aún, cual siniestro recordatorio
de los terribles días de horror vividos hasta hacía muy poco, las amenazantes
siluetas del coloso griego y de las potentes armas de asedio. Estas tenían un
brillo siniestro bajo el resplandor multicolor de los fuegos que ardían como
manifestación del gozo de los habitantes de la ciudad. Los caminos, apisonados
y marcados por zanjas, hablaban a las claras de los años sacrificados a la
guerra. El suelo había quedado arruinado por largo tiempo, y la sangre de los
caídos impregnaba la tierra bien hondo. Sombras merodeaban por el lugar: los
caídos que habían quedado atados a lo terrenal y que aguardaban su liberación.
Excitados, estos eran un amasijo de cuerpos que se peleaban y discutían entre
sí si debían sumarse a los troyanos.
Por
las puertas de la ciudad salió toda una procesión de soldados, ciudadanos y
labradores que, trastrabillando y tambaleándose, enfilaron hacia la playa.
Bailando y saltando de alegría alrededor de aquellos, se sumaron a la caravana
en largas filas los caídos en combate. Muchos de estos, empero, hacían llamados
de advertencia y, sirviéndose de amenazas, trataban de detener a la multitud.
Así, la gente se fue acercando a la playa, donde los aguardaba el engalanado
corcel. Una vez allí, se pusieron a bailar con frenesí en torno a él. Hasta que
la procesión comenzó a desplazarse hacia la ciudad con la lentitud de una
babosa; el colosal animal en medio de ellos.
Por
los pasillos de la ciudadela, por los techos, los patios y desde los muros,
oíanse clamores de advertencia. Casandra se movía de un lado a otro con pie
ligero, los pliegues de su vestido movidos por el viento. Infatigable y sin
darse un momento de descanso, llena del fuego abrasador de un terrible saber,
fulgurantes los grandes ojos y alzada al cielo la mirada, el rostro cubierto de
lágrimas y las manos encrispadas en actitud suplicante: así deambulaba la mujer
por salones y florestas, por pasillos y jardines, haciendo caso omiso de la
gente, que en parte le rehuía, y en parte se mofaban de ella con carcajadas
burlonas.
A
cierta distancia le seguía el fiel atalayador y a su lado marchaba el inmenso
perro guardián de castaño pelaje. Con una voz que hacía temblar los muros
Casandra hacía una y otra vez su admonitorio llamado «¡Ay, Troya, pobre de
ti!».
Las
piedras temblaban, mas los hombres no hacían caso a la advertencia. En las
puertas la mujer hizo retroceder a la boquiabierta muchedumbre. Vestida de
blanco, los brazos bien abiertos, así esperó a la multitud, su espíritu
enardecido por la voluntad de su convicción; de esa suerte aguardó, solitaria y
desafiando a un pueblo entero. Y la procesión se acercaba cada vez más. Ya
divisaban a Casandra. La gente se arredró y, haciendo un alto, se pusieron a
deliberar. En eso dejose escuchar el estallido de un látigo y acto seguido un
grito; varios caballos se abrieron paso a través de la multitud y la bramante
jauría se lanzó en tropel contra Casandra.
«¡Abajo
con la lunática que nos niega nuestra alegría!», gritó uno.
Saltándole
al cuello al tiempo que lanzaba un aullido, embistiole al hombre el perrazo
mientras la turba humana proseguía su marcha arrolladora. Un fuerte brazo
armado sacó a Casandra de donde estaba y de inmediato viose la mujer rodeada de
soldados comandados por un capitán:
«¡Casandra,
en nombre de Hécuba te ordeno que me acompañes!».
Y
se la llevaron como si fuera una delincuente. Los hombres la condujeron a la
planta superior del castillo.
A
Hécuba no se le veía por ninguna parte. Era como si nadie supiera de Casandra.
Esta fue conducida, como si se tratara de una extraña, a una pieza donde fue
encerrada en una cámara a nivel del suelo. Casandra no estaba desesperada, sino
más bien estupefacta. Lo único que escuchaba una y otra vez era una voz
angelical que le decía:
«¡Toma
tu cruz y sígueme, que yo estoy en el Padre y tú eres una parte de Mí!».
Una
fuerza sobrenatural, inefable y de callado operar la sostenía.
Así
deben de haber pasado unas cuantas horas. Las calles habían quedado sumidas en
el silencio y las fogatas estaban prácticamente apagadas. Todo el mundo
disfrutaba del sueño liberador, embargados como estaban de esa sensación de
libertad que hacía tanto habían olvidado. Todos estaban exhaustos de la
agitación en la que habían tomado parte. El único que no dormía era el fiel
atalayador. El leal hombre montaba guardia frente a la celda de Casandra. Una
luz tenue brillaba por debajo de la puerta del calabozo y arrojaba un
resplandor mortecino a través de las rejas que hacían las veces de ventana de la
celda. No obstante, era como si la habitación fulgurara con luz propia, una luz
blanca y apacible.
En
la ciudad reinaba un silencio sepulcral. Solo se escuchaba a ratos el estertor
de un perrazo que se arrastraba trabajosamente por el suelo y el ulular estridente
y plañidero de un búho proveniente del mar. El enorme can acabó desplomándose
frente a las puertas de la ciudadela; había fenecido. De una profunda herida en
su cuello brotaba, manaba la roja sangre.
De
repente, se escuchó un sonido como de armas. ¿A qué venía ese sonido en plena
ciudad y a esta hora?
Sobre
el techo de un establo se vio súbitamente el resplandor de un fuego; aves y
murciélagos huían espantados. Una roja luminosidad fulgía siniestramente en el
techo de un granero. Afuera, del otro lado de los muros, se movía alguien con
pisadas rápidas y silenciosas. El chirriar de trancas y el crujir de vigas
quebradas hirieron la noche. Cascos de caballo hollaban la tierra y el sonido
retumbante que producían iba acompañado del cencerreo del hierro de las armas.
En
Troya todo el mundo dormía. En eso rompieron las puertas de la ciudadela y un
grupo de griegos armados de antorchas irrumpió en el patio. Una corta tonada
del cuerno del atalayador que se extinguió en un estertor fue el único aviso;
el ataque sorpresa había resultado exitoso.
«¡Cuánta
razón tenía Casandra!», fueron las últimas palabras del fiel hombre.
Pasando
como un bólido por al lado de este, Aquiles se lanzó contra los troyanos, que,
habiéndose armado a la carrera, salían presurosos de las casas. En pocos
minutos la ciudad sumida en la calma del sueño nocturno se había transformado
en un mar de llamas y de gritos de desesperación.
El
fuego ardía de forma espantosa, y el bramido de los cuernos iba acompañado del
aún más fragoroso bramido de los hombres. Las pocas mascotas que habían sido
dejadas con vida para los niños de la casa se lanzaban a las llamas, y por los
patios cabalgaban caballos sin jinete.
En
el medio de la plaza se alzaba el caballo de madera; la negra cavidad de su
torso abierta de par en par; la misma les había servido de escondite a los
astutos griegos.
Los
príncipes se acometían con frenesí. Espantosa era la matanza, en la que el
vapor de la sangre se fundía con el resplandor de las llamas. Por doquier
veníanse abajo vigas y maderos, y máquinas de asedio embestían parte de las
murallas de la ciudad. Los griegos recibían nuevos refuerzos. En la plaza, en
torno al caballo, tenía lugar una violenta reyerta; los espartanos,
acaudillados por Menelao, se habían apoderado del templo, pues creían que allí
se encontraba Helena.
Troya
se defendía desesperadamente. De pie sobre una plataforma de su torreón, Príamo
impartía órdenes, mas, con tanto desconcierto, era difícil mantener la
disciplina entre la gente. Paris y Héctor estaban posicionados en puntos
claves; sus hombres, empero, se veían acorralados por fuerzas diez veces
superiores en número. Héctor estaba por todas partes, apareciendo ora aquí, ora
allá. Su destreza y su coraje brillaban cual estrella de luz sobre sus
camaradas.
En
eso un terrible alarido hirió el aire. ¿Sería acaso ese grito estridente y
desgarrador el de una bestia herida?; ¿o quizás el de una mujer demente? Hasta
la frenética batalla se detuvo por unos instantes.
Aquiles
había salido al encuentro de Héctor. Como un loco el aqueo había saltado del
carro que hasta hace unos momentos había conducido por entre la gente que
peleaba a pie, atropellando a todo aquel que no se apartaba del medio. En fiero
combate diole muerte a Héctor, cuyo cuerpo inerte cayó al suelo y estuvo a
punto de ser atropellado por los caballos. Aquiles, empero, mandó a atar el
cadáver a su carro y lo arrastró a velocidad vertiginosa a través de las
puertas de la ciudad.
Anegado
en sangre, el suelo despedía el vaho del rojo elíxir. Amontonados, formando
pilas, los estertóreos heridos eran hollados y aplastados por las despiadadas
ruedas de los carros de combate. Hecho una furia y rodeado de las diosas de la
venganza, Aquiles conducía su carro por toda la ciudad a velocidad trepidante.
Paris vio lo que sucedía y juró no descansar hasta haber vengado al hermano.
El
grupo de los troyanos fue reduciéndose cada vez más, la superioridad de los
enemigos tornábase cada vez más evidente. Odiseo combatía ahora junto a
Filoctetes, a quien había traído consigo no hacía mucho. La presencia de este y
la buena afluencia de sus flechas intensivaron de nuevo la combatividad, que ya
empezaba a mermar. Los griegos ya estaban masacrando mujeres y niños, y su
crueldad aumentaba cuanto más corría la sangre. Los fuegos no hacían sino
incrementarse, y viniéndose abajo, los muros de la ciudad acabaron sepultando
todo bajo sus escombros.
Las
mujeres del castillo estaban todas acuclilladas en un rincón. Un inmenso miedo
las invadía, pero a lo que más le temían era a Hécuba, que se comportaba como
una demente. La única que podía ofrecer consuelo, el amor servicial
personificado, Casandra, no estaba ahí con ellas. Sentada en un rincón
profiriendo lamentos y deshecha en llanto, Andrómaca sostenía en los brazos a
su pequeño hijo.
Posicionadas
en la terraza, las mujeres habían visto desde allí la muerte de Héctor, y
Hécuba se había puesto a proferir alaridos como un animal. Temblorosa, sus
dedos moviéndose sin cesar, la mirada errática y huidiza: esa era la imagen que
ofrecía la mujer, acuclillada como estaba en un rincón del aposento, en el cual
ya se sentía el olor a cadáver. El ruido en los pasillos permitía inferir que
el castillo ya estaba en manos del enemigo, de modo que el escapar estaba
descartado.
Fue
entonces que en la puerta de la habitación apareció Príamo a fin de prepararlas
para lo peor: la muerte o el cautiverio. En el aposento reinaba una atmósfera
gris, mortecina y fría.
En
eso resonó un grito, resonó una voz por toda la casa:
«¡Príamo!».
Era
la voz de Casandra. Fue entonces que se dieron cuenta de que nadie había tenido
idea de dónde estaba la joven, mas esto no les dio vergüenza.
La
celda de Casandra se había abierto, y con la frente en alto, la hija del
monarca había atravesado los grupos de guerreros envueltos en sangrienta lucha
sin que nadie le pusiera un dedo encima. Como por obra de un milagro, los
muros, al venirse abajo, en lugar de hacerle daño la habían liberado.
Colocándose
ante Hécuba, la joven pronunció estas palabras:
«Héctor
ha encontrado la muerte. Acompañada de Príamo, iré a pedir su cadáver. Paris
también va a morir, y Troya dejará de existir. Todos vosotros caeréis en las
manos del enemigo. Todo eso te lo podemos agradecer a ti, Hécuba; ¿te acuerdas
ahora de mis advertencias?».
Príamo
se quedó contemplando a la hija, y desgarrado por el dolor, le extendió la
mano:
«Vamos»,
le dijo.
Mas
el combate aún proseguía. La noche había dado paso al día y este a la noche de
nuevo, y todavía continuaba el ulular de la matanza a través de las ruinas de
la ciudad. La carnicería había perdido todo sentido, pero no quería llegar a su
fin.
Al
cabo de unas horas regresaron Casandra y Príamo con el cadáver mutilado de
Héctor y prepararon la pira funeraria, mas no les fue posible encenderla, ya
que el combate se había reanudado de nuevo. Sentada junto al cadáver, Andrómaca
lloraba a su marido.
Fue
entonces que Paris le dio muerte a Aquiles. Un clamor de dolor del enemigo
anunció el suceso, y Paris fue alzado en alto sobre su escudo por sus
compañeros. En eso lo alcanzó la flecha vengadora de Odiseo, disparada por el
arco que Hércules había llevado en su tiempo. Con la flecha aún cimbrando en su
cuello, el héroe fue llevado sobre su escudo adonde Príamo. Este prorrumpió en
llanto y comenzó a tirarse del cabello. Colocándose ante el enemigo, el viejo
caudillo ofreció su pecho descubierto a las huestes de sus adversarios.
Detrás de él se veía a Casandra, y esta divisó a
Odiseo por primera vez. Él también la vio a ella y juró capturarla viva.
Seguramente, se había acordado de su visión en el mar.
(continúa)
Una traducción Del original en alemán
Kassandra
Verwehte Zeit erwacht - Band 1 - 1935
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