Casandra
Por inspiración especial
Una
mañana gris y plomiza dio inicio al tercer día. Troya había quedado reducida a
un montón de ruinas humeantes. Humo despedían también aquí y allá las piras
mortuorias. Las cenizas de los muertos habían sido colocadas en grandes
jarrones de piedra y estos, a su vez, en el panteón destinado al efecto. A
Príamo también lo habían sepultado.
Troya
había quedado sumida en la oscuridad; oscuras también estaban las almas de las
prisioneras. Los griegos se dispusieron a abandonar Troya. Menelao había
conducido triunfante a Helena a su barco, y muchos lo siguieron. Conjuntamente
con Agamenón, Odiseo había determinado cuáles serían los barcos de los
prisioneros; Micenas habría de ser el destino de Casandra. A esta la noticia la
había fulminado como si se tratara de la muerte misma, incluso peor, mas
entonces la mujer elevó al cielo una plegaria en silencio:
«¡Que
sea tu voluntad, Señor, y no la mía!».
Troya
no era más que un gris amasijo de humeantes escombros, una ciudad sin vida, y
los pájaros descendían en picada sobre los cadáveres que habían quedado sin
sepultura. La playa estaba desolada y anegada en sangre y en el mar
desembocaban pequeños riachuelos del rojo líquido. En el cielo negruzcas nubes
anunciaban la inminencia de una tormenta, y, llenos de ira, los Eternos
escondían la cabeza. Los bajeles zarparon, y Casandrá lanzó una última mirada a
la derruida casa paterna. En un aciago presagio, la tormenta azotaba las velas
de los barcos.
Troya
había caído y los últimos vástagos de su gran estirpe de héroes se encontraban
en alta mar, expuestos al antojo de las olas. El hidalgo Príamo, padre de
cincuenta hijos, entre los que se contaban Héctor, Paris y Polidoro, los
diamantes en el anillo formado por los héroes troyanos, Príamo ya no estaba.
¡Ay de la soberbia Troya, condenada para siempre!; ¡ay de la ciudad caída, que
tan majestuosa había sido creada por el favor de los dioses! Ahora estaba
muerta, desangrada y reducida a escombros, y el viento transportaba sobre el
mar los lamentos de los abandonados que habían quedado sepultados bajo sus
cenizas.
En
el mar bramaba la tormenta y los barcos de la imponente flota, cargados de
abundantes de tesoros, acabaron desperdigados.
Casandra,
la más preciosa de las perlas, brillando como lo hacía en la luz de la Verdad,
estaba bajo la custodia de Agamenón. Su mirada, que era capaz de penetrar las
profundidades del pasado y de asimismo aprehender la vastedad del futuro, había
vuelto a cobrar vida. Mas en lo referente a su propio destino, sus
clarividentes ojos permanecían cerrados.
Los
días de la travesía y las noches espantosas en las que sus acompañantes no más
aguardaban sucumbir a las olas fueron para ella apenas minutos, tan solo
segundos, toda vez que una mano atenta y amorosa le había borrado del libro de
su vida espiritual todo miedo, todo pavor, grabando en él entonces la confianza
y la fe en el futuro. Casandra había regresado a casa, había entrado a una Luz
que, con su claridad, le servía de guía en medio de las más espesas tinieblas,
de tal suerte que le resultaba imposible perderla.
Mas
podía ver el terrible destino de los hombres, la decadencia de los pueblos y de
las generaciones y la gran necesidad que los héroes habrían de padecer.
«Agamenón,
¡presta oídos a mi advertencia! Asesinos aguardan por ti, asesinos en tu propia
casa. ¡Estate alerta! Una mujer que es más culebra venenosa que otra cosa,
bella e igual de peligrosa, vive en tu casa, y un calzonazos totalmente
controlado por ella, un hombre ponzoñoso, cobarde y lleno de vicios, es su
pareja. Ojalá los vientos nos ahogaran aquí en alta mar, de modo que no
tuviéramos que ser testigos del final, el final de soberbios héroes».
Así
habló Casandra, y sus palabras eran para Agamenón sombrías noticias.
Mientras
los demás prisioneros, que yacían en lo más profundo del vientre del barco, lo
pasaban sumamente mal, a Casandra se le permitía con frecuencia permanecer en
cubierta, junto a Agamenón. Este disfrutaba contemplar su orgullosa y, al mismo
tiempo, apacible y comedida manera de ser. Paz y pureza emanaban de ella, la
vencida, la esclava, hacia él, el vencedor, el temido general, el enemigo. No
mediaba odio entre ellos, tampoco amor; lo que sí sentían el uno por el otro
era un gran respeto, y en realidad, ambos eran dignos de él.
Casandra
sentía dolor cuando pensaba en el futuro, pues sabía que una diabla esperaba
por ella. Llena de pavor, contemplaba los muros de Micenas y a sus habitantes,
y se dio cuenta de que los dioses se habían apartado de este lodazal de
pecados. Micenas era como un nido de víboras, cada una de estas llevando una
corona de muchas piedras preciosas que no eran sino veneno mortal.
Oscuros
eran los muros, oscuros también los salones, llenos como estaban del dolor de
los abandonados y la lascivia de los disipadores. Negros del pulular de
repugnantes sabandijas: así se mostraban a la mirada perspicaz; y el zumbar del
látigo y el veneno y el puñal, los gritos de los esclavos y el cuchichear del
pecado asomaban sus rostros de sardónica sonrisa en cada rincón. Hacia allí iba
Casandra.
A
ratos pensaba en los suyos y ello le desgarraba el corazón. Muchas veces había
tratado de averiguar el destino de Andrómaca ‒que había tenido que acompañar al
hijo de Aquiles‒, ya que Andrómaca era alguien a quien ella había amado. Mas
sus intentos resultaron infructuosos. Demasiado hondo se había hundido aquella
en su sufrimiento como para poder obtener conexión con Casandra. Y en su
sufrimiento, arrastraba violentamente a la Tierra al espíritu del marido, al
llamarlo constantemente a su lado.
Hécuba ya no estaba entre los vivos. En su
locura producto de su culpa se había llevado consigo a las puertas de Hades la
muerte del cegado Poliméstor y la caída de su casa. Aullando y deambulando
erráticamente como una perra, movíase este ser completamente cegado por las
tenebrosas honduras, habiendo olvidado completamente el luminoso resplandor
que, proveniente de su hija Casandra, quiso en su día mostrarle el camino.
Tampoco ella podía encontrar conexión con Casandra, que, cual estrella
refulgente, solo atraía almas luminosas, mientras que las tinieblas se
encrespaban, hostiles, en su cercanía.
(continúa)
Una traducción Del original en alemán
Kassandra
Verwehte Zeit erwacht - Band 1 - 1935
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