segunda-feira, 5 de novembro de 2018

Casandra V






Casandra

Por inspiración especial


Cuando Casandra ya tenía quince años, se apoderó de su alma un ansia impetuosa e irrefrenable. La joven buscaba escapar de la ajetreada actividad de la casa y, en todo momento en que no era observada, se sentía arrastrada hacia los jardines, que, con sus oscuras y ocultas honduras, convidaban a meditar y soñar. Estar sola, eso era lo que buscaba.

Fuera de esos momentos, estaba siempre alegre y activa en el círculo de sus hermanos y hermanas y en el desempeño de las tareas del hogar, labor esta que con gusto realizaba como una más entre las sirvientas, ya que siempre quería estar haciendo algo. Siempre tenía su mente ágil en función de saber todo lo que pasaba en la casa y la hacienda, para así mantener debidamente informada a la madre.

Se sentía atraída hacia los animales en particular, cuyos cuidados supervisaba con gran atención y, no obstante, de manera desapercibida. Los peones le tenían un gran cariño por ello y se alegraban al oír su diáfana voz en el corral. Hasta en el rostro del viejo más refunfuñón asomaba una sonrisa al oír esta voz, y cuando ella pasaba todos dejaban por un momento lo que estaban haciendo para saludarla e intercambiar un par de palabras joviales con la joven.

Esta, empero, se interesaba en especial por los animales débiles o aquejados de alguna enfermedad. El mozo de cuadra más experimentado afirmaba y aseveraba incluso que el gran toro negro hubiera perecido si Casandra no hubiera pasado justo a tiempo su manecita por la cabeza del animal.

Pese a todo ello, empero, la muchacha se veía de golpe invadida de esa seriedad muda y llamativa que la impelía a buscar los apacibles jardines. Allí sus pasos la llevaban al lóbrego nicho de árboles en el que se alzaban, blancas y mudas, mirándola desde lo alto, las imágenes de los dioses. El lugar por el que más se sentía atraída era la sombra del laurel, y a la muchacha le daba la impresión de que desde la gruta de Apolo se dejaban oír tonos encantadores cada vez que, presurosa, pasaba por allí. Mas no se atrevía a entrar, ni tampoco a permanecer afuera por mucho tiempo cuando, conteniendo la respiración, se detenía allí por tan solo un instante. Huidiza como un corzo, pasaba corriendo de largo para ir a esconderse no lejos de allí.

Fue así como un mediodía caluroso, cuando todos en el castillo se guarecían de los fuertes rayos del sol, la jovencita se sintió una vez más impelida a buscar el frescor de la floresta y sus largas sombras. Un intenso y opresivo dolor le cogía toda la cabeza cual aro de hierro y tanto las palmas de las manos como las plantas de los pies le ardían. En los ojos de la muchacha había un brillo acuoso, como de llanto contenido, y una dolorosa opresión se había apoderado de su corazón, el cual palpitaba velozmente, como si quisiera huir del sofocante agarre de un gigante.

Casandra no entendía qué le estaba pasando. Ya no sabía adónde pertencía; nada le hacía sentirse ligada a sus hermanos y hermanas; en momentos así nada la unía a los padres, ni a la casa y hacienda. Ni por un instante pensaba en su amado padre, que tan lejos estaba, ni en su hermano Paris, sobre el que llegaban confusas e inquietantes noticias desde allende los mares.

Como en otras ocasiones, había llegado a la gruta de Apolo, cuya luz blanca, a intervalos mezclada con tonos rosados, penetraba a través de la cúpula. En esta se refractaban, a esa hora del día, los más altos rayos del sol, bañando así en la radiante gloria de su astro la blanca figura de Apolo. Susurrante se oía el discurrir de un manantial, cuya bruma también refractaba la luz solar.

Presa de una sensación de desasosiego nacida del dolor y la añoranza por un no sé qué desconocido, Casandra se tendió en el suelo, rindiéndose al misterioso y sutil encanto de esta gruta.

Un soplo de viento suscitó el susurrar de las ramas de los árboles, y la suave fragancia de la acacia acarició las sienes de la joven. Respirando profundo, la muchacha cerró los ojos, y fue como si las peregrinas nubes y el cielo de añil fulgor se le hubieran metido en el alma. Casandra se sentía como si, cual ave en vuelo, se cerniera en este sitio florido, y su cuerpo se le hizo liviano.

Fue entonces que, proveniente de lejanos confines, se le acercó una gran luz blanca rodeada de muchos anillos coloridos y acompañada de fragorosos acordes, y Casandra prestó oídos – prestó atención con el alma bien abierta, con la vivacidad de unos oídos y la claridad de visión de unos ojos que nada tenían que ver con los órganos sensoriales del cuerpo; al contrario, estos últimos, tal parecía, se habían sumido en un profundo sueño.

Y a la joven se le acercó una cabeza luminosa y de bella forma, cubierta de pelo encaracolado, la cual soplando sobre ella el hálito de su boca, diole así un nuevo don como parte del despertar; dado que los dones de la sabiduría y la profetización los traía desde su nacimiento, habiéndolos recibidos de una fuerza superior.

Por la duración de esta existencia terrenal habría de estar rodeada de la protección de los más eximios auxiliadores sustanciales. Apolo se le había acercado de manera visible y le había retirado una venda de los ojos. Ahora le era posible ver en el reino de lo sustancial, y allí la joven creyó haber encontrado su patria.

Ya el sol comenzaba a dar paso al anochecer cuando Casandra volvió en sí. Su mente estaba despejada; el cuerpo, vigorizado. La tristeza se había esfumado y sus ojos brillaban como dos soles. Por primera vez la joven halló que, al orar, su alma vibraba totalmente en armonía con su plegaria, lo cual la hizo feliz.

Desde ese día Casandra cambió a ojos vistas. Con gran rapidez, la niña seria e impetuosa devino en una joven callada y juiciosa de ojos radiantes y luminosos. La muchacha emanaba un fúlgido resplandor, el resplandor de la pureza y del frescor de su cándido ser interior, y en su frente brillaba una luz blanca.

Todos se quedaban mirándola maravillados cada vez que de imprevisto se mezclaba con las sirvientas o se unía al círculo de mujeres, y la gente comenzó a cuchichear sobre ella a escondidas.

«Es como si los dioses la hubieran consagrado al servicio», decía la callada y triste Andrómaca, que con angustia en el corazón aguardaba día tras día el regreso del esposo distante.–

El tiempo pasó volando, trayéndole en su decursar muchas alegrías a Casandra, a quien, bajo la guía de excelsas fuerzas, le fue dado ver en las páginas del saber de la naturaleza. En las ceremonias de los sacerdotes no le apetecía participar y se mantenía lejos de los devotos cánticos en los templos, lo cual no la hizo muy popular entre el clero.

La joven era modesta y callada, mostrándose tímida a ratos, sobre todo cuando en la conducta de los cortesanos percibía algo antinatural y que le resultaba repelente a su manera de ser. En tales ocasiones daba cualquier cosa por escapar del castillo paterno e irse bien lejos, a esos campos en los que Apolo le permitía mirar.

Sin embargo, todas y cada una de estas penas sufridas en silencio y sin chistar le reportaban abundantes recompensas, al ganar la joven en conocimientos y avanzar en su ascensión, ello como consecuencia del cumplimiento de su desarrollo personal. Imbuida de un gran amor, Casandra, entonces, trataba de usar para el provecho de los hombres los frutos de sus abundantes vivencias, pero era como si aquéllos no fueran capaces de entender lo que ella, contenta de poder dar y rebosante de dicha, les ofrecía a manos llenas. No se daban cuenta del sutil operar de las leyes que, radiantes, comenzaban a emanar de Casandra y que infaliblemente habrían de atraer la especie afín, el amor atrayendo amor.

Mas los hombres estaban vacíos por dentro y no eran capaces de dar nada; ni siquiera eran capaces de recibir. Esto fue motivo de amargo dolor para Casandra, y la muchacha cerró las manos que había mantenido abiertas. Solo los más insignificantes de los peones, únicamente los más pobres de entre los pobres, aquellos que mendigaban en las puertas de la ciudad, y los animales, sobre todo los animales, reciprocaban con amor los esfuerzos de la joven.

A su espíritu le fue develado un abundante saber sobre las plantas. A fin de poder tomar nota de todo lo que, por medio de la fuerza de Apolo, le era comunicado, aprendió el arte de la escritura. Un estudiante griego proveniente de Atenas había tenido la buena fortuna de ser rescatado por los hombres del padre de Casandra de una embarcación zozobrante. El hombre encontró buena acogida en Troya y se convirtió en el maestro de la muchacha. Mas ésta nunca le dijo a su preceptor el verdadero objetivo de su sed de aprendizaje.

Asimismo, se le develó a su espíritu inquisidor el enigma de las piedras y de las fuerzas de la tierra; de hecho, el de las fuerzas de los elementos en general, y muchas interrogantes dejaron de serlo para ella, interrogantes estas a las que le vino a hallar respuesta por medio de una viva actividad. A menudo la imperfección y las flaquezas de los seres humanos le hacía ver la causa de las mismas y, llevada por sus grandes deseos de ayudar, encontraba también un medio que podía traer la sanación.

En torno suyo comenzó a desarrollarse un radiante tejer de fuerzas cooperantes y auxiliadoras de índole espiritual; la joven siempre estaba rodeada de una luz blanca que por fuerza rechazaba todo lo malo. Mas aquella observaba con dolor que su entorno no cambiaba. Ni uno solo era capaz de mover un dedo a fin de seguirla.

Sus hermanas y sus compañeras se apartaron de ella y solo tenían para la joven un encoger de hombros lleno de burla. Aquellas preferían que Casandra las dejara con sus vacuas conversaciones acerca de hombres, de vestidos y de joyas a que la joven las recreara con  la música o las animadas observaciones de la naturaleza, de la vida. Fue así como, riéndose gozosamente para sus adentros, fueron formando pequeños grupos entre ellas, y dejaron que la luz pura ardiera solitaria en las alturas.

A veces Casandra tenía la impresión de que su luz habría de consumirse completamente en balde. Esos eran los peores momentos para ella.

(continúa)





Una traducción Del original en alemán


Kassandra


Verwehte Zeit erwacht - Band 1 - 1935







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