Casandra
Por inspiración especial
Cuando
Casandra ya tenía quince años, se apoderó de su alma un ansia impetuosa e
irrefrenable. La joven buscaba escapar de la ajetreada actividad de la casa y,
en todo momento en que no era observada, se sentía arrastrada hacia los
jardines, que, con sus oscuras y ocultas honduras, convidaban a meditar y
soñar. Estar sola, eso era lo que buscaba.
Fuera
de esos momentos, estaba siempre alegre y activa en el círculo de sus hermanos
y hermanas y en el desempeño de las tareas del hogar, labor esta que con gusto
realizaba como una más entre las sirvientas, ya que siempre quería estar
haciendo algo. Siempre tenía su mente ágil en función de saber todo lo que
pasaba en la casa y la hacienda, para así mantener debidamente informada a la
madre.
Se
sentía atraída hacia los animales en particular, cuyos cuidados supervisaba con
gran atención y, no obstante, de manera desapercibida. Los peones le tenían un
gran cariño por ello y se alegraban al oír su diáfana voz en el corral. Hasta
en el rostro del viejo más refunfuñón asomaba una sonrisa al oír esta voz, y
cuando ella pasaba todos dejaban por un momento lo que estaban haciendo para
saludarla e intercambiar un par de palabras joviales con la joven.
Esta,
empero, se interesaba en especial por los animales débiles o aquejados de
alguna enfermedad. El mozo de cuadra más experimentado afirmaba y aseveraba
incluso que el gran toro negro hubiera perecido si Casandra no hubiera pasado
justo a tiempo su manecita por la cabeza del animal.
Pese
a todo ello, empero, la muchacha se veía de golpe invadida de esa seriedad muda
y llamativa que la impelía a buscar los apacibles jardines. Allí sus pasos la
llevaban al lóbrego nicho de árboles en el que se alzaban, blancas y mudas,
mirándola desde lo alto, las imágenes de los dioses. El lugar por el que más se
sentía atraída era la sombra del laurel, y a la muchacha le daba la impresión de
que desde la gruta de Apolo se dejaban oír tonos encantadores cada vez que,
presurosa, pasaba por allí. Mas no se atrevía a entrar, ni tampoco a permanecer
afuera por mucho tiempo cuando, conteniendo la respiración, se detenía allí por
tan solo un instante. Huidiza como un corzo, pasaba corriendo de largo para ir
a esconderse no lejos de allí.
Fue
así como un mediodía caluroso, cuando todos en el castillo se guarecían de los
fuertes rayos del sol, la jovencita se sintió una vez más impelida a buscar el
frescor de la floresta y sus largas sombras. Un intenso y opresivo dolor le
cogía toda la cabeza cual aro de hierro y tanto las palmas de las manos como
las plantas de los pies le ardían. En los ojos de la muchacha había un brillo
acuoso, como de llanto contenido, y una dolorosa opresión se había apoderado de
su corazón, el cual palpitaba velozmente, como si quisiera huir del sofocante
agarre de un gigante.
Casandra
no entendía qué le estaba pasando. Ya no sabía adónde pertencía; nada le hacía
sentirse ligada a sus hermanos y hermanas; en momentos así nada la unía a los
padres, ni a la casa y hacienda. Ni por un instante pensaba en su amado padre,
que tan lejos estaba, ni en su hermano Paris, sobre el que llegaban confusas e
inquietantes noticias desde allende los mares.
Como
en otras ocasiones, había llegado a la gruta de Apolo, cuya luz blanca, a
intervalos mezclada con tonos rosados, penetraba a través de la cúpula. En esta
se refractaban, a esa hora del día, los más altos rayos del sol, bañando así en
la radiante gloria de su astro la blanca figura de Apolo. Susurrante se oía el
discurrir de un manantial, cuya bruma también refractaba la luz solar.
Presa
de una sensación de desasosiego nacida del dolor y la añoranza por un no sé qué
desconocido, Casandra se tendió en el suelo, rindiéndose al misterioso y sutil
encanto de esta gruta.
Un
soplo de viento suscitó el susurrar de las ramas de los árboles, y la suave
fragancia de la acacia acarició las sienes de la joven. Respirando profundo, la
muchacha cerró los ojos, y fue como si las peregrinas nubes y el cielo de añil
fulgor se le hubieran metido en el alma. Casandra se sentía como si, cual ave
en vuelo, se cerniera en este sitio florido, y su cuerpo se le hizo liviano.
Fue
entonces que, proveniente de lejanos confines, se le acercó una gran luz blanca
rodeada de muchos anillos coloridos y acompañada de fragorosos acordes, y
Casandra prestó oídos – prestó atención con el alma bien abierta, con la
vivacidad de unos oídos y la claridad de visión de unos ojos que nada tenían
que ver con los órganos sensoriales del cuerpo; al contrario, estos últimos,
tal parecía, se habían sumido en un profundo sueño.
Y a
la joven se le acercó una cabeza luminosa y de bella forma, cubierta de pelo
encaracolado, la cual soplando sobre ella el hálito de su boca, diole así un
nuevo don como parte del despertar; dado que los dones de la sabiduría y la
profetización los traía desde su nacimiento, habiéndolos recibidos de una
fuerza superior.
Por
la duración de esta existencia terrenal habría de estar rodeada de la
protección de los más eximios auxiliadores sustanciales. Apolo se le había
acercado de manera visible y le había retirado una venda de los ojos. Ahora le
era posible ver en el reino de lo sustancial, y allí la joven creyó haber
encontrado su patria.
Ya
el sol comenzaba a dar paso al anochecer cuando Casandra volvió en sí. Su mente
estaba despejada; el cuerpo, vigorizado. La tristeza se había esfumado y sus
ojos brillaban como dos soles. Por primera vez la joven halló que, al orar, su
alma vibraba totalmente en armonía con su plegaria, lo cual la hizo feliz.
Desde
ese día Casandra cambió a ojos vistas. Con gran rapidez, la niña seria e
impetuosa devino en una joven callada y juiciosa de ojos radiantes y luminosos.
La muchacha emanaba un fúlgido resplandor, el resplandor de la pureza y del
frescor de su cándido ser interior, y en su frente brillaba una luz blanca.
Todos
se quedaban mirándola maravillados cada vez que de imprevisto se mezclaba con
las sirvientas o se unía al círculo de mujeres, y la gente comenzó a cuchichear
sobre ella a escondidas.
«Es
como si los dioses la hubieran consagrado al servicio», decía la callada y
triste Andrómaca, que con angustia en el corazón aguardaba día tras día el
regreso del esposo distante.–
El
tiempo pasó volando, trayéndole en su decursar muchas alegrías a Casandra, a
quien, bajo la guía de excelsas fuerzas, le fue dado ver en las páginas del
saber de la naturaleza. En las ceremonias de los sacerdotes no le apetecía
participar y se mantenía lejos de los devotos cánticos en los templos, lo cual
no la hizo muy popular entre el clero.
La
joven era modesta y callada, mostrándose tímida a ratos, sobre todo cuando en
la conducta de los cortesanos percibía algo antinatural y que le resultaba
repelente a su manera de ser. En tales ocasiones daba cualquier cosa por
escapar del castillo paterno e irse bien lejos, a esos campos en los que Apolo
le permitía mirar.
Sin
embargo, todas y cada una de estas penas sufridas en silencio y sin chistar le reportaban
abundantes recompensas, al ganar la joven en conocimientos y avanzar en su
ascensión, ello como consecuencia del cumplimiento de su desarrollo personal.
Imbuida de un gran amor, Casandra, entonces, trataba de usar para el provecho
de los hombres los frutos de sus abundantes vivencias, pero era como si
aquéllos no fueran capaces de entender lo que ella, contenta de poder dar y
rebosante de dicha, les ofrecía a manos llenas. No se daban cuenta del sutil
operar de las leyes que, radiantes, comenzaban a emanar de Casandra y que
infaliblemente habrían de atraer la especie afín, el amor atrayendo amor.
Mas
los hombres estaban vacíos por dentro y no eran capaces de dar nada; ni
siquiera eran capaces de recibir. Esto fue motivo de amargo dolor para Casandra,
y la muchacha cerró las manos que había mantenido abiertas. Solo los más
insignificantes de los peones, únicamente los más pobres de entre los pobres,
aquellos que mendigaban en las puertas de la ciudad, y los animales, sobre todo
los animales, reciprocaban con amor los esfuerzos de la joven.
A
su espíritu le fue develado un abundante saber sobre las plantas. A fin de
poder tomar nota de todo lo que, por medio de la fuerza de Apolo, le era
comunicado, aprendió el arte de la escritura. Un estudiante griego proveniente
de Atenas había tenido la buena fortuna de ser rescatado por los hombres del
padre de Casandra de una embarcación zozobrante. El hombre encontró buena
acogida en Troya y se convirtió en el maestro de la muchacha. Mas ésta nunca le
dijo a su preceptor el verdadero objetivo de su sed de aprendizaje.
Asimismo,
se le develó a su espíritu inquisidor el enigma de las piedras y de las fuerzas
de la tierra; de hecho, el de las fuerzas de los elementos en general, y muchas
interrogantes dejaron de serlo para ella, interrogantes estas a las que le vino
a hallar respuesta por medio de una viva actividad. A menudo la imperfección y
las flaquezas de los seres humanos le hacía ver la causa de las mismas y,
llevada por sus grandes deseos de ayudar, encontraba también un medio que podía
traer la sanación.
En
torno suyo comenzó a desarrollarse un radiante tejer de fuerzas cooperantes y
auxiliadoras de índole espiritual; la joven siempre estaba rodeada de una luz
blanca que por fuerza rechazaba todo lo malo. Mas aquella observaba con dolor
que su entorno no cambiaba. Ni uno solo era capaz de mover un dedo a fin de
seguirla.
Sus
hermanas y sus compañeras se apartaron de ella y solo tenían para la joven un
encoger de hombros lleno de burla. Aquellas preferían que Casandra las dejara
con sus vacuas conversaciones acerca de hombres, de vestidos y de joyas a que
la joven las recreara con la música o las animadas observaciones de la
naturaleza, de la vida. Fue así como, riéndose gozosamente para sus adentros,
fueron formando pequeños grupos entre ellas, y dejaron que la luz pura ardiera
solitaria en las alturas.
A veces Casandra tenía la impresión de que su
luz habría de consumirse completamente en balde. Esos eran los peores momentos
para ella.
(continúa)
Una traducción Del original en alemán
Kassandra
Verwehte Zeit erwacht - Band 1 - 1935
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