Casandra
Por inspiración especial
Y exactamente
el día treinta del siguiente mes, tal como Casandra lo había visto y
presagiado, arribaron las embarcaciones de su padre a las costas, y con ellas
llegó la noticia de la inminente llegada de Menelao.
Densas
sombras surcaban la frente de Príamo. El primer encuentro con Paris tuvo lugar
sin testigos, en la tranquilidad del aposento del padre. Pálido y pensativo, el
rostro marcado por gran madurez y decisión viril, así abandonó el hijo la
habitación.
En
ese mismo momento se le unió Casandra, que, con amor y firmeza a la vez, le
puso la mano en el hombro y posó su mirada refulgente en los ojos del hermano,
que le aventajaba en estatura por una cabeza. Con palabras cuyo timbre le
sonaba a ella misma como un lejano tañer de campanas, le habló al hermano y
trató de hacerle comprender la cadena del pecado y la expiación, el libre
albedrío y la responsabilidad que conlleva el mismo.
Al
principio las palabras tuvieron el efecto de una suave lluvia en el alma del
hombre, comprensivas y consoladoras como aquellas eran; mas, acto seguido,
Casandra manifestó su advertencia directamente proveniente del espíritu y
dirigida al espíritu del otro. Cual pinchazos tocaron estas admoniciones la
herida en la conciencia del hombre; las mismas advertían del efecto recíproco
resultante del operar de la justicia eterna. Y por último vino una exhortación:
«¡Devuélvele
tú mismo Helena a su esposo y reconoce tu culpa! ¡Salva a tu pueblo de la
perdición!».
Con
el rostro serio le escuchaba el hermano; lo que Casandra le decía le llegaba
cada vez más hondo. ¡¿De dónde le venían a la joven esas palabras?! ¡¿De dónde
sacaba esa fuerza?! Abierto como estaba a todo lo excelso, a todo lo puro y
grandioso, percibió él enseguida en sus palabras la contundente fuerza de la
Verdad, percibió el poder de la voluntad de la Luz. Pero Afrodita lo había
enmarañado; primero tenía que vencer el poder de la diosa que lo había llevado
a los brazos de Helena.
«¡Libérate
de las bochornosas ligaduras de esa diosa de rosáceo resplandor; libérate y ve
en pos de la Verdad, que entonces, y solo entonces, sabrás lo que es vivir y
obrar en armonía con la Luz de Dios y completamente libre de ataduras!».
Cual
ruego invocador al hermano sonaron y resonaron en los corredores las palabras
de Casandra. Paris había huido tapándose los oídos y cubriéndose la cabeza a
fin de protegerse de la enorme fuerza de convicción de estas palabras.
Con
tristeza viose Casandra obligada a constatar que la Verdad solo puede encontrar
asidero allí donde hay un suelo propicio y la voluntad viene inmediatamente
seguida de la acción.
La
joven anudó un velo en torno a su cabeza como señal de luto, pues ahora estaba
consciente de que la suerte de Troya estaba echada.
Imponente
era el equipamiento que ahora se llevaba a cabo con vistas a la llegada del
enemigo. Príamo, que había asumido la dirección de los preparativos, procedía
en la organización con suma prudencia y circunspección. El pueblo se subordinó
a él de buen grado, y todos pusieron manos a la obra con gran diligencia. Bien
abastecidos quedaron todos los almacenes y bien protegidos los puntos de
entrada, a fin de que los pueblos vecinos pudieran importar a la ciudad los
frutos de sus suelos.
Las
reservas de armas eran abundantes, sólidas las edificaciones y sabiamente
dispuestas las defensas y murallas. Los muros de la ciudad eran capaces de
desafiar al más potente enemigo, y la tenaz fuerza de voluntad que poseían, más
su confianza en la protección de los dioses, llenaba a los héroes de alegre
esperanza en la victoria.
Poseídos
del valor nacido del entusiasmo y armados de toda la fuerza de voluntad
llameante que tan característica era de la generación de entonces, se lanzaron
a esta lucha contra un enemigo muy superior.
Casandra
era la única que aguardaba con preocupación el desenlace de esta contienda; a
fin de cuentas, las mujeres conocedoras del destino le mostraban en el espejo
del espíritu los hilos tendidos que ellas hilvanaban, y un inenarrable
desasosiego le embargaba el ánimo.
Los
amenazantes temporales no querían acabarse ese año. Era como si Poseidón
quisiera lanzar todas las tormentas contra los griegos. Así, Troya dispuso de
bastante tiempo para culminar los últimos preparativos.
Hécuba
andaba bien ocupada y todas las mujeres le daban una mano. La reina se sentía
abrumada por un pesar sordo y opresivo que no era propio de alguien como ella,
una persona tan decidida y de rápido actuar. Era como si se viera obligada a
reflexionar sobre algo que no conseguía llegar a entender y que constantemente
echaba a un lado por miedo a que, una vez que encontrara la solución al enigma,
se viera obligada a cambiar de manera radical. Este enigma era su hija
Casandra.
No
pocas eran las veces que Casandra, con ímpetu irrefrenable, llegaba al alma de
la madre y, con conmovedora candidez, reclamaba algo de comprensión de parte de
la adusta, orgullosa y pragmática mujer. Pero muchas eran las veces también en
que rehuía la presencia de su progenitora por días y hasta semanas enteras y no
lograba dirigirle siquiera la más trivial de las frases de cortesía. En tales
ocasiones daba al traste con muchas cosas en la madre, que anhelaba calor
humano allí donde Casandra solo ofrecía una tímida reserva. Cuanto más la
madre, por falta de entendimiento, evitaba la confianza de Casandra, tanto
mayor era la frecuencia con que se repetían esos períodos de reserva de la
muchacha, y ambos factores fue ensanchando cada vez más el abismo entre las dos
mujeres. Ambas eran bien pasionales. Mientras Hécuba encerraba esta pasión en
su interior, creyendo poder ahogarla así, Casandra le daba rienda suelta y la
dejaba fluir a través del abundante vivenciar de su alma, la cual, sirviéndose
de los dones del espíritu, le hacía arrojar frutos cada vez más espléndidos.
Con
el cada vez más vivo despertar de su espíritu, la joven había devenido en
resplandeciente cáliz que bebía de las fuentes sin cesar y buscaba dispensar lo
que tan bienaventuradamente había recibido.
La
madre, empero, le ponía trabas a este maravilloso ritmo vital. En lugar de
abrirse a la desbordante bendición que, nacida de la comprensión ganada por la
hija, buscaba llegar a ella también, lo que hacía era crearse envolturas y
levantarse muros a sí misma que las separaban para siempre.
La
fuerza luminosa del Todopoderoso, empero, no se dejaba encadenar, y con cada
vez más intensidad se vertía Su bendición sobre Casandra. No obstante, la joven
fue perdiendo cada vez más su alegría en la existencia terrenal, esa alegría
que en un principio era prácticamente ley para su manera de ser. Adondequiera
que iba encontraba barreras que se veía obligada a echar abajo si no quería
acabar encadenada. Poco a poco, la vida se le fue haciendo una carga onerosa.
Lo
único que le ofrecía consuelo y libertad era el trabajo; una tarea en
particular que Casandra había asumido era la organización de la atención a los
enfermos. Su abundante conocimiento sobre hierbas curativas y sobre la
preparación de los cocimientos resultó de gran ayuda, y una vez más se dio el
caso que la abundancia de sus dones trajo resultados pasmosos y jamás vistos.
Sus queridos animales le servían para experimentar con aquello que habría de
traerles sanación a los hombres, y de buen gusto y llenos de confianza
aceptaban de sus puras manos estos amigos sustanciales lo que los hombres no
entendían.
Con
el tiempo –de una manera imperceptible al principio, pero con el aumento de las
preocupaciones y conflictos terrenales, de forma cada vez más notable después–
se formaron dentro de los muros de Troya dos grupos: uno a favor de
Casandra y el otro en contra.
Poco
a poco fue llegando a oídos del pueblo cuán grande y opimo era su saber sobre
las fuerzas secretas de la naturaleza, y sobre cuerpo y alma. Había también
quienes decían que la joven a veces tenía coloquios con seres invisibles en los
jardines y florestas.
Desde
la vez que el sol se había oscurecido, se habían vuelto supersticiosos. La
gente asociaba a Casandra con este suceso cósmico en el que creían ver la ira
de Apolo. De dónde la gente había sacado esta suposición, nadie sabía decir,
pero mucho que se hablaba de ello en conversaciones a media voz.
A
Casandra le daba igual lo que la gente dijera, además de que eran pocas las
veces que algo de ello llegaba a sus oídos, pero tanto más le molestaba esto a
Hécuba, para quien era un fastidio el oír hablar del saber de la hija; de
manera cada vez más cargante e importuna interferían las advertencias de la
joven en su existencia y en cada vez mayor medida inquietaban aquellas el ánimo
de sus hermanos y hermanas y de los demás cohabitantes de la casa.
Lo
curioso era que, ya hablara o callara, todos se preguntaban en secreto: ¿qué
opinará Casandra al respecto? Sin embargo, era poco el caso que le hacían a sus
bienintencionados consejos, que siempre eran sensatos, simples y naturales.
Mas, cuando no tomaban en cuenta sus recomendaciones, lo que decidían hacer
siempre les salía mal. En tales casos, empero, se negaban a reconocer aun así
la veracidad de lo que Casandra les había dicho.
¡Qué
rara le parecía la gente a la joven! Ya prácticamente ni sentía pena por ellos cuando
las cosas les salían mal. Tampoco le extrañaban ya sus injusticias; solo se
alegraba como una niña cuando conocía a alguien que era diferente.
Esta
alegría, empero, la fue experimentando cada vez menos; ya que a medida que
aumentaban las penas y los sufrimientos, se incrementaban también los malos
atributos de los hombres, llegando a culminar en los más vehementes arrebatos
pasionales. Y siempre era Casandra la que daba a lugar a estos exabruptos,
muchas veces con tan solo una palabra, otras con su sola presencia. Era tan
intensa la manera en que a través de ella se manifestaba la fuerza de la Luz
que, tan pronto ella hacía acto de presencia, todo lo abominable y lo que
estaba mal se encrespaba y se ponía en evidencia.
Atónito observaba Príamo la naturaleza peculiar
de esta hija que, con su regia templanza, parecía tan simple y pura e
inaccesible a la vez. Con todo lo conmovedora que resultaba con su mansa
feminidad, así y todo eran muchas las tormentas que desataba con su presencia,
generando así muchas situaciones que después él tenía que apaciguar. Hécuba a
veces se comportaba como una verdadera furia.
(continúa)
na traducción Del original en alemán
Kassandra
Verwehte Zeit erwacht - Band 1 - 1935
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