quarta-feira, 28 de novembro de 2018

Casandra VII





Casandra

Por inspiración especial

exactamente el día treinta del siguiente mes, tal como Casandra lo había visto y presagiado, arribaron las embarcaciones de su padre a las costas, y con ellas llegó la noticia de la inminente llegada de Menelao.


Densas sombras surcaban la frente de Príamo. El primer encuentro con Paris tuvo lugar sin testigos, en la tranquilidad del aposento del padre. Pálido y pensativo, el rostro marcado por gran madurez y decisión viril, así abandonó el hijo la habitación.

En ese mismo momento se le unió Casandra, que, con amor y firmeza a la vez, le puso la mano en el hombro y posó su mirada refulgente en los ojos del hermano, que le aventajaba en estatura por una cabeza. Con palabras cuyo timbre le sonaba a ella misma como un lejano tañer de campanas, le habló al hermano y trató de hacerle comprender la cadena del pecado y la expiación, el libre albedrío y la responsabilidad que conlleva el mismo.

Al principio las palabras tuvieron el efecto de una suave lluvia en el alma del hombre, comprensivas y consoladoras como aquellas eran; mas, acto seguido, Casandra manifestó su advertencia directamente proveniente del espíritu y dirigida al espíritu del otro. Cual pinchazos tocaron estas admoniciones la herida en la conciencia del hombre; las mismas advertían del efecto recíproco resultante del operar de la justicia eterna. Y por último vino una exhortación:

«¡Devuélvele tú mismo Helena a su esposo y reconoce tu culpa! ¡Salva a tu pueblo de la perdición!».

Con el rostro serio le escuchaba el hermano; lo que Casandra le decía le llegaba cada vez más hondo. ¡¿De dónde le venían a la joven esas palabras?! ¡¿De dónde sacaba esa fuerza?! Abierto como estaba a todo lo excelso, a todo lo puro y grandioso, percibió él enseguida en sus palabras la contundente fuerza de la Verdad, percibió el poder de la voluntad de la Luz. Pero Afrodita lo había enmarañado; primero tenía que vencer el poder de la diosa que lo había llevado a los brazos de Helena.

«¡Libérate de las bochornosas ligaduras de esa diosa de rosáceo resplandor; libérate y ve en pos de la Verdad, que entonces, y solo entonces, sabrás lo que es vivir y obrar en armonía con la Luz de Dios y completamente libre de ataduras!».

Cual ruego invocador al hermano sonaron y resonaron en los corredores las palabras de Casandra. Paris había huido tapándose los oídos y cubriéndose la cabeza a fin de protegerse de la enorme fuerza de convicción de estas palabras.

Con tristeza viose Casandra obligada a constatar que la Verdad solo puede encontrar asidero allí donde hay un suelo propicio y la voluntad viene inmediatamente seguida de la acción.

La joven anudó un velo en torno a su cabeza como señal de luto, pues ahora estaba consciente de que la suerte de Troya estaba echada.


Imponente era el equipamiento que ahora se llevaba a cabo con vistas a la llegada del enemigo. Príamo, que había asumido la dirección de los preparativos, procedía en la organización con suma prudencia y circunspección. El pueblo se subordinó a él de buen grado, y todos pusieron manos a la obra con gran diligencia. Bien abastecidos quedaron todos los almacenes y bien protegidos los puntos de entrada, a fin de que los pueblos vecinos pudieran importar a la ciudad los frutos de sus suelos. 

Las reservas de armas eran abundantes, sólidas las edificaciones y sabiamente dispuestas las defensas y murallas. Los muros de la ciudad eran capaces de desafiar al más potente enemigo, y la tenaz fuerza de voluntad que poseían, más su confianza en la protección de los dioses, llenaba a los héroes de alegre esperanza en la victoria.

Poseídos del valor nacido del entusiasmo y armados de toda la fuerza de voluntad llameante que tan característica era de la generación de entonces, se lanzaron a esta lucha contra un enemigo muy superior.

Casandra era la única que aguardaba con preocupación el desenlace de esta contienda; a fin de cuentas, las mujeres conocedoras del destino le mostraban en el espejo del espíritu los hilos tendidos que ellas hilvanaban, y un inenarrable desasosiego le embargaba el ánimo.

Los amenazantes temporales no querían acabarse ese año. Era como si Poseidón quisiera lanzar todas las tormentas contra los griegos. Así, Troya dispuso de bastante tiempo para culminar los últimos preparativos. 

Hécuba andaba bien ocupada y todas las mujeres le daban una mano. La reina se sentía abrumada por un pesar sordo y opresivo que no era propio de alguien como ella, una persona tan decidida y de rápido actuar. Era como si se viera obligada a reflexionar sobre algo que no conseguía llegar a entender y que constantemente echaba a un lado por miedo a que, una vez que encontrara la solución al enigma, se viera obligada a cambiar de manera radical. Este enigma era su hija Casandra.

No pocas eran las veces que Casandra, con ímpetu irrefrenable, llegaba al alma de la madre y, con conmovedora candidez, reclamaba algo de comprensión de parte de la adusta, orgullosa y pragmática mujer. Pero muchas eran las veces también en que rehuía la presencia de su progenitora por días y hasta semanas enteras y no lograba dirigirle siquiera la más trivial de las frases de cortesía. En tales ocasiones daba al traste con muchas cosas en la madre, que anhelaba calor humano allí donde Casandra solo ofrecía una tímida reserva. Cuanto más la madre, por falta de entendimiento, evitaba la confianza de Casandra, tanto mayor era la frecuencia con que se repetían esos períodos de reserva de la muchacha, y ambos factores fue ensanchando cada vez más el abismo entre las dos mujeres. Ambas eran bien pasionales. Mientras Hécuba encerraba esta pasión en su interior, creyendo poder ahogarla así, Casandra le daba rienda suelta y la dejaba fluir a través del abundante vivenciar de su alma, la cual, sirviéndose de los dones del espíritu, le hacía arrojar frutos cada vez más espléndidos.

Con el cada vez más vivo despertar de su espíritu, la joven había devenido en resplandeciente cáliz que bebía de las fuentes sin cesar y buscaba dispensar lo que tan bienaventuradamente había recibido.

La madre, empero, le ponía trabas a este maravilloso ritmo vital. En lugar de abrirse a la desbordante bendición que, nacida de la comprensión ganada por la hija, buscaba llegar a ella también, lo que hacía era crearse envolturas y levantarse muros a sí misma que las separaban para siempre.

La fuerza luminosa del Todopoderoso, empero, no se dejaba encadenar, y con cada vez más intensidad se vertía Su bendición sobre Casandra. No obstante, la joven fue perdiendo cada vez más su alegría en la existencia terrenal, esa alegría que en un principio era prácticamente ley para su manera de ser. Adondequiera que iba encontraba barreras que se veía obligada a echar abajo si no quería acabar encadenada. Poco a poco, la vida se le fue haciendo una carga onerosa.

Lo único que le ofrecía consuelo y libertad era el trabajo; una tarea en particular que Casandra había asumido era la organización de la atención a los enfermos. Su abundante conocimiento sobre hierbas curativas y sobre la preparación de los cocimientos resultó de gran ayuda, y una vez más se dio el caso que la abundancia de sus dones trajo resultados pasmosos y jamás vistos. Sus queridos animales le servían para experimentar con aquello que habría de traerles sanación a los hombres, y de buen gusto y llenos de confianza aceptaban de sus puras manos estos amigos sustanciales lo que los hombres no entendían.

Con el tiempo –de una manera imperceptible al principio, pero con el aumento de las preocupaciones y conflictos terrenales, de forma cada vez más notable después– se formaron  dentro de los muros de Troya dos grupos: uno a favor de Casandra y el otro en contra.

Poco a poco fue llegando a oídos del pueblo cuán grande y opimo era su saber sobre las fuerzas secretas de la naturaleza, y sobre cuerpo y alma. Había también quienes decían que la joven a veces tenía coloquios con seres invisibles en los jardines y florestas.

Desde la vez que el sol se había oscurecido, se habían vuelto supersticiosos. La gente asociaba a Casandra con este suceso cósmico en el que creían ver la ira de Apolo. De dónde la gente había sacado esta suposición, nadie sabía decir, pero mucho que se hablaba de ello en conversaciones a media voz.

A Casandra le daba igual lo que la gente dijera, además de que eran pocas las veces que algo de ello llegaba a sus oídos, pero tanto más le molestaba esto a Hécuba, para quien era un fastidio el oír hablar del saber de la hija; de manera cada vez más cargante e importuna interferían las advertencias de la joven en su existencia y en cada vez mayor medida inquietaban aquellas el ánimo de sus hermanos y hermanas y de los demás cohabitantes de la casa. 

Lo curioso era que, ya hablara o callara, todos se preguntaban en secreto: ¿qué opinará Casandra al respecto? Sin embargo, era poco el caso que le hacían a sus bienintencionados consejos, que siempre eran sensatos, simples y naturales. Mas, cuando no tomaban en cuenta sus recomendaciones, lo que decidían hacer siempre les salía mal. En tales casos, empero, se negaban a reconocer aun así la veracidad de lo que Casandra les había dicho.

¡Qué rara le parecía la gente a la joven! Ya prácticamente ni sentía pena por ellos cuando las cosas les salían mal. Tampoco le extrañaban ya sus injusticias; solo se alegraba como una niña cuando conocía a alguien que era diferente. 

Esta alegría, empero, la fue experimentando cada vez menos; ya que a medida que aumentaban las penas y los sufrimientos, se incrementaban también los malos atributos de los hombres, llegando a culminar en los más vehementes arrebatos pasionales. Y siempre era Casandra la que daba a lugar a estos exabruptos, muchas veces con tan solo una palabra, otras con su sola presencia. Era tan intensa la manera en que a través de ella se manifestaba la fuerza de la Luz que, tan pronto ella hacía acto de presencia, todo lo abominable y lo que estaba mal se encrespaba y se ponía en evidencia.

Atónito observaba Príamo la naturaleza peculiar de esta hija que, con su regia templanza, parecía tan simple y pura e inaccesible a la vez. Con todo lo conmovedora que resultaba con su mansa feminidad, así y todo eran muchas las tormentas que desataba con su presencia, generando así muchas situaciones que después él tenía que apaciguar. Hécuba a veces se comportaba como una verdadera furia.

(continúa)




na traducción Del original en alemán


Kassandra


Verwehte Zeit erwacht - Band 1 - 1935


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