Casandra
Por inspiración especial
Llegó
el momento en que las oscuras nubes provenientes de Grecia se volvieron más
densas. Una tormenta arrojó a tierra una pequeña flota en la que lograron
salvarse Paris y Helena. Gran alegría se apoderó de Troya cuando la pareja,
transportada sobre escudos, hizo su entrada en la ciudad. Deslumbrante era el
esplendor de su belleza y suntuoso el festín que siguió a su recibimiento.
Pero
ni Hécuba ni Casandra se animaron a hacerse partícipes de ello: el cavilar
sobre qué dirían sus héroes respecto de las acciones de Paris y el pensar en si
llegarían a regresar de su viaje de reconocimiento no las dejaba tranquilas.
Lúgubre se cerró la atmósfera sobre Troya, y hasta el pueblo se sentía abrumado
por un no sé qué indefinido. Un desasosiego se fue colando imperceptiblemente.
Casandra fue la primera en sentirlo.
En
esos años de desarrollo espiritual, Casandra había florecido para convertirse
en una mujer hecha y derecha, y era el encanto y la alegría de su entorno. Con
Paris vinieron algunos héroes que la hallaron muy de su agrado. No obstante, ni
una de sus deliciosas sonrisas asomó a su rostro, ni una sola de las dulces
palabras que le dirigían logró llegarle; al contrario, su ceño se fruncía
amenazante cuando alguno de los héroes la saludaba cortésmente.
Era
como si esa joven normalmente tan callada y bondadosa repeliera airada y
echando chispas cualquier tipo de acercamiento. ¿Sería que la protección de las
alturas la rodeaba a modo de muralla? Ella misma no sabía. Mas sufría bajo las
miradas injuriosas y hasta lacerantes de sus pretendientes. No era su intención
el herir a nadie, y no obstante a eso, se buscó verdaderos enemigos. Entre las
mujeres era tachada de soberbia; entre los hombres, de fría y altiva. Y sin
embargo, grande era el anhelo de amor que ardía en su alma excelsa y pura.
Ese
fue el tiempo en que le fue retirada la venda de su ojo espiritual y Apolo se
le volvió a aparecer.
Aproximándose
en una nube mientras ella descansaba en su floresta y la contemplación de todas
las fuerzas superiores ocupaba sus pensamientos, el dios se le acercó. Este fue
al encuentro de la joven con amor, como solían hacer las sustancialidades
cuando la raza humana mantenía estrechos vínculos con ellas, y la deidad le
manifestó que la consideraba la más digna de todas. Con la ayuda de las fuerzas
sustanciales de la que él disponía, a la joven se le haría posible obrar
verdaderos milagros de poder.
Todo
esto se lo mostró por medio de imágenes sugerentes. Pero incluso hacia este
eximio y puro ser de la naturaleza la joven esgrimió esta fuerza repelente en
su interior que tanto la asustaba a ella misma. Con palabras de flagrante ira
le advirtió que no se le acercara y despreció la fuerza de su luz y de los
colores tintinantes de su coro sugestionador. La muchacha no tenía ni idea de
dónde le venía la fuerza que le hizo ordenarle que se fuera, que ella
pertenecía a alguien más excelso.
Bramante,
se desató una tormenta y la luz del sol perdió su brillo. Sobre el cielo de
Troya se movían como fustigadas nubes negruzcas. En un abrir y cerrar de ojos
la floresta de Apolo había quedado envuelta en penumbras y un terrible
relámpago fulminó el tronco de la acacia que se alzaba junto a la gruta. Por
doquier se oía el retumbar de los truenos y de la tierra, que era sacudida por
temblores, e incluso mucho después de que las nubes ya se hubieran retirado, el
sol seguía sin brillo. Ya que, con la fuerza de su voluntad, Artemisa, la diosa
de la pureza, había echado sombras sobre aquel y la luna lo había eclipsado.
Dueña
de un aciago presagio, Casandra estaba consciente de que este oscurecimiento
representaba una advertencia de los seres sustanciales de que las tinieblas
proyectarían sus sombras por un largo tiempo más sobre ella y los suyos. Mas no
por ello estaba triste, pues había ascendido a alturas cuyo resplandor con
mucho opacaba el del sol. Le había sido dado el echar un vistazo a su patria.
Ello
le permitió a Casandra darse cuenta de que estaba por encima de los llamados
dioses y de que pertenecía a Alguien que era más excelso que Zeus.
Y
la fuerza de Dios recorrió todo su ser.
Casandra
se levantó como si despertara de un sueño.
¿Qué
luz sería esa que tan familiar le resultaba y que, aun así, brillaba tan pero
tan lejos? ¿Qué sería ese rayo que la había alcanzado y, no obstante, no le
había hecho daño? La sangre le hervía como si por sus venas corrieran ríos de
lava. No estaba aturdida, no, como creía al principio, sino vivificada,
vigorizada por la corriente de la Vida.
Grandes
y diáfanas brillaban las estrellas en el cielo, que, ya despejado de las
tormentosas nubes y liberado de la tempestad, mostraba un aspecto bonancible a
toda criatura bajo su égida. El oscurecido sol se había retirado a descansar y
la noche estrellada se entregaba a su apacible sueño.
Mas
hoy ese cielo, con toda su magnificencia y sus millones de astros relucientes,
se le antojaba apagado y sin brillo a la joven, le parecía distanciado y frío.
Ya que ella estaba envuelta del rayo de la viva luz primordial, que era su
hogar. Al regresar a su existencia terrenal, su alma estaba aún en una
nebulosa, pero de una cosa sí estaba consciente: arduo era el camino que en
adelante habría de seguir. Horrorizada, se vio recorriendo este sendero, rodeada
de personas que recogían piedras del suelo con la intención de arrojárselas.
Presa del horror sintió el dolor de las heridas causadas y deseó poder salir
corriendo, mas la Tierra la retenía con mil hilos.
Cuando
Casandra entró al castillo, el enorme perro guardián soltó un aullido
quejumbroso y se echó a sus pies. El castillo todo estaba envuelto en un
silencio sordo y opresivo. Solo se escuchaban, provenientes de las colinas, las
plañideras tonadas de una gaita. En el salón donde trabajaban las mujeres se
produjo silencio tan pronto Casandra entró a la habitación. Muchas miradas,
tensas por la curiosidad las unas, agrias las otras, siguieron a la joven, y
hubo quienes se pusieron a murmurar sandeces absurdas y supersticiosas a sus
espaldas.
¿Qué
sería esa cosa en un rincón que le mostraba los dientes a la muchacha y se
ensanchaba cada vez más? No era sino el miedo que sentían de esa joven cuya
mirada todo lo penetraba, un miedo que se transformó en sospecha, y hasta en
odio.
A
Casandra se le cubrió el corazón; ¿qué podía hacer? Si les decía cuánta pena le
causaban cuando se enmarañaban en sus viles mentiras, las mujeres no harían
sino negarlo todo. Fue una Casandra con la cabeza gacha la que se retiró en
silencio a su habitación.–
Esa
misma noche se encontraban en los pastizales, no muy lejos de la puerta
principal de Troya, dos hombres, dos pastores, cuando en el cielo teñido de
añil se vio una luz en forma de cruz brillando sobre el castillo.–
Casandra
no lograba conciliar el sueño. La joven veía barcos en alta mar, hasta que se
dio cuenta de que se trataba de los navíos de su padre. Las naves navegaban con
rumbo a la patria y no eran buenas las noticias que traían consigo. Un peso
amenazante cayó sobre las espaldas de la muchacha.
Armada
de una lámpara entró la joven al aposento de su madre, a fin de informarle de
lo que sabía. Hécuba, empero, se limitó a contemplarla con mirada fría e
incrédula, y encogiéndose de hombros, le dijo:
«No
te pongas a inquietar a la gente de la casa; esperemos a ver qué pasa».
Ni
siquiera la madre le creía.
Mas
sola que nunca se sintió la joven en esta Tierra y en la Creación.
Entretanto
se celebraban fiestas y se malgastaban las bondades de la tierra. Con el ceño
fruncido oía Casandra el griterío y el ulular de los juerguistas al salir estos
de los salones. La gente todavía celebraba el retorno de Paris.
Armada
de una antorcha ardiente salió la joven al encuentro de los borrachos y los
amonestó:
«Pronto
enmudecerán vuestras gargantas y lamentaréis el no haber guardado el vino para
los años flacos».
Carcajadas
y gritos fueron la respuesta.
«¡Oigan
a la virtuosa!; ¡lo que debería hacer es irse a la cama!».
Casandra quedó muda de la ira y el hastío y,
dándose vuelta, se marchó de allí. Mas el llameante aliento de la Palabra había
despertado en ella y continuaba ejerciendo su efecto, de modo que a la joven ya
no le era posible callar. Continuamente oía una voz de alerta que una y otra
vez le anunciaba el destino que le aguardaba a su pueblo si éste no hacía caso.
Con las manos elevadas al cielo, Casandra rogó que se le liberara de esa gran
corriente de luz; la respuesta, empero, fue: «¡Tienes que cumplir!».
continúa)
Una traducción Del original en alemán
Kassandra
Verwehte Zeit erwacht - Band 1 - 1935
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