Casandra
Por inspiración especial
La
flota griega había acabado desperdigada en medio de las grandes tormentas.
Agamenón, empero, conjuntamente con el resto de sus barcos, abundante botín y
muchos esclavos, entre los que se contaba Casandra, había arribado a Argólida
sano y salvo.
Adusto
y agreste le pareció a Casandra el país; ya que el mismo estaba cubierto de
densas sombras negras que solo su ojo veía, sombras en las que se movían seres
repulsivos que le mostraban a la mujer de perspicaz mirada la condición de los
seres humanos que allí moraban. La tormenta había arrastrado los barcos a
tierra inesperadamente, y los marineros tuvieron mucho que hacer para que los
bajeles no acabaran sufriendo daños.
Vadeando
el trecho que faltaba para llegar a la orilla, los hombres alcanzaron la playa
con gran trabajo y buscaron un lugar por donde las mujeres y los niños pudieran
salvar la distancia que los separaba de la orilla. Desfigurados por la
necesidad y las tribulaciones, desmoronados por el hambre y las enfermedades,
los esclavos ofrecían un panorama digno de lástima. Muchos de ellos habían
muerto durante la travesía y habían sido arrojados al mar.
Con
gran trabajo se formó la caravana de esclavos; estos estaban atados por cadenas
unos a otros. Los hombres más fuertes eran obligados a andar bajo una especie
de yugo, con el cuello inclinado y las manos atadas a la espalda. Pese a ello,
no se podía decir que los hombres de Agamenón hayan sido recios con los
prisioneros. Aquellos no hacían más que actuar según lo exigían las costumbres
de la época.
La
noticia de la llegada de los barcos debe de haberse propagado de alguna forma,
puesto que la gente comenzó a acercarse al lugar. Se acercaban llevados por la
curiosidad, mas esta se convertía en alegría al ver la gente que su general
regresaba triunfador. Pero a Agamenón le llamó de inmediato la atención lo
afligida y cerrada que se veía a la gente. Prácticamente, daban la impresión de
estarle rehuyendo.
¿Era
así como el pueblo recibía a su señor, que había pasado largos años expuesto al
peligro y a la necesidad, lejos de su casa y de su tierra? Casandra recordaba
el júbilo de la gente cuando su padre y hermanos regresaban de sus viajes. ¡Qué
diferente era aquí! ¿Era acaso esa la alegría del vencedor?
Cual
pesada presión se depositó en su corazón el panorama que ofrecía esta tierra
extraña y sus gentes cerradas y de mirada insegura.
Agamenón
había regresado a casa después de todo, cuando tantos videntes habían anunciado
que el rey jamás volvería a poner un pie en su país. Todos sentían que habían
sido malos administradores y que de esa forma agregaban otra culpa al hecho de
que habían presenciado y tolerado la desgracia en la casa real.
Largo
y lento antojósele a Casandra el recorrido; el camino era escabroso y
polvoriento, deslumbrantes los rayos del sol; y los vientos de la brava
tormenta aún soplaban desde el mar. Cada vez más personas se iban sumando a los
allí presentes, y unidas en grupos, aguardaban la llegada de la procesión. Hubo
quienes les lanzaban piedras a los prisioneros, y algunos de estos fueron
blanco de las pedradas en lugares sensibles. Los soldados, empero, trataban de
impedirle a la gente estos actos de agresión. Los coches acababan alcanzando a
la caravana de esclavos, de modo que estos se veían obligados a apartarse y
esperar a que aquellos pasaran. La polvareda del camino era tan densa que uno
apenas podía ver a la gente. Jadeando y resollando avanzaban los prisioneros,
las cadenas y grilletes dificultándoles la marcha.
Casandra
iba entre dos mujeres que antes la habían difamado tremendamente. Una era la
supervisora de la casa, una mujer muy fiel a los sacerdotes y que siempre le
había temido al saber de Casandra, toda vez que tenía cargo de conciencia. La
otra era la nieta de la primera, una joven de unos veinte años. Ahora ninguna
de las dos quería separarse de Casandra y trataban de hacerle su dura suerte lo
más llevadera posible. Casandra, por su parte, sentía gusto de tener cerca
mujeres de la patria. Así avanzaba, camino de Micenas, la procesión de
prisioneros, una caravana de seres tristes, cansados y de lento andar.
Lo
penoso del recorrido quedó grabado de manera indeleble en el alma de los
cautivos; tal era el dolor que cada paso les causaba a las mujeres que era como
si recorrieran descalzas un camino lleno de espinas. El gemido de los que,
abrumados por la fatiga, caían al suelo les traspasaba el corazón.
A
lo lejos se alzaba, soberbia, la bella y próspera ciudad. Sus muros carmelita
grisáceos tenían un aspecto amenazante y sombrío, mas tras ellos relucían
blancas edificaciones y espléndidos arbolados permitían entrever bellos
jardines.
Pero
todo se sentía tan diferente a como era en Troya. ¿Dónde estaba la vida lujosa
y exquisita que tanto celebraban los poetas?; ¿dónde el buen gobierno de los
bienaventurados dioses? Este no era un país que pareciera feliz. Aquí la tierra
rezumaba luto, necesidad y descontento, y sobre el pueblo se cernía,
amenazante, la Medusa.
Cuando la procesión de esclavos llegó finalmente
a la ciudad, esta se encontraba en un estado de gran efervescencia preñada de
alegría. La gente estaba feliz: después de todo, esperaban que con el regreso
del príncipe la ciudad experimentaría un nuevo ascenso y vendrían mejores
tiempos. Al gobierno de Clitemnestra, empero, sí que le temían.
(continúa)
Una traducción Del original en alemán
Kassandra
Verwehte Zeit erwacht - Band 1 - 1935
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